Según blogger, nos han visitado todas estas personas

viernes, 17 de abril de 2009

Paseando por Durham


Te cuento mi visita a la ciudad de Durham. Allí, el ladrillo rojo se ve sustituido por una piedra caliza y regular, apagada, con la que se forman sillares macizos, quizás algo más pequeño de lo que cabría esperarse, como en la Catedral de Toledo. Es una catedral ancha y serena, con esa particularidad tan propia del gótico inglés y que se refleja en la tendencia a apaisar, a la horizontalidad, al contrario de nuestro esbelto y apuntado gótico continental. Otra particularidad que me sorprendió fue que es un edificio cálido y luminoso, frente al normal aire gélido que suele haber en las catedrales europeas. La luz, dirigida desde altos y estrechos ventanales, está filtrada por vidrieras de gran calidad que sin embargo no ocupan la totalidad del vano, con lo cual hay mucha luz blanca entrando a expuertas. El problema, aunque es un edificio espléndido, es cuanto está uno dispuesto a creerse, puesto que ha sido hecho y rehecho en varias ocasiones, una de las más potentes en el Siglo XIX, y lo que los arquitectos del Siglo XIX han tocado no hay Dios, y nunca mejor dicho, que lo arregle. Tampoco es espectacular en cuanto a sus bienes muebles: alguna parte de la sillería, los órganos, dos margníficas custodias,pero poco más: austera, británica y anglicana. Por cierto, como era domingo y no había entrada de turistas hasta muy tarde, para verla tuve que asistir a una misa anglicana. Fue bonita, un poco lenta, y todo el rato coro cantando va, coro cantando viene. Había algo de simbólico en mí sentado entre esos feligreses. El resto de Durham es igual de bonito. Sereno, tranquilo, quieto, pacífico... un coñazo vamos, yo vivo allí y me muero. Ah! como es ciudad universitaria hay varios colleges, y de uno de ellos salían unos alumnos... ¡con toga! a la Oxford y "Brideshead Revisited".

Paseando por New Castle

New Castle es una ciudad espléndida, activa, realmente grande (medio millón de habitantes, o más), muy moderna y a la vez monumental, y es donde además están todos los puentes del Tyne (no obstante la ciudad se llama New Castle Upon Tyne). Estos ingleses están locos, porque o cruzas el río en New Castle, o tienes que hacer lo que a mí me parece un horror de camino hasta el túnel que pasa por debajo, y que por supuesto es de pago. En un tramo muy pequeño, sobre el río, la impronta de cinco o seis puentes: uno pequeño y peatonal, alguno más recio, de finales del siglo XIX, para coches, de un metal verde con enormes enganches y esfuerzos. Más adelante, uno modernísimo, al estilo puente nuevo de Sevilla, y así sucesivamente. Todos se abren para dejar paso a los barcos, pues el río es navegable, y tiene varios importantes puertos comerciales y de pasajeros. El río separa, más o menos, New Castle de la ciudad de Gateshead, donde se encuentra, por ejemplo, el auditorio de música – conservatorio de la más rabiosa modernidad, aunque para mí un poco anticuado, de esas obras de arquitectura moderna que por nuevas que sean adivinas se van a quedar anticuadas muy rápido- que se llama The Sage. Se trata de una cubierta sujetada por enormes tirantes desde el suelo, metálica y reflectante, que cubre un edificio cuya forma no fui capaz de adivinar desde el exterior, donde todo luce como una gigantesca y gorda oruga bulbosa y anillada. Luego está el estadio de las Urracas, el New Castle FC, no de monjas (jeje). La verdad es que hacía algo de frío, y no disfruté de la visita, que fueron un par de horas, todo lo que debía. La catedral es fría y adusta, un neogótico decimonono que a mí no me engaña por mucho que los carteles le aseguran más de quinientos años. Sí, quinientos de la fundación, pero con una remonta y una restauración completa, lavado, centrifugado y suavizante, en el siglo XIX que no pueden esconder, así como las vidrieras, bastante feas. Pero es una ciudad fantástica, hay que visitarla, y como ya os dije por ahí, la raza mejora sensiblemente. Aparte de ser ciudad universitaria y por tanto tener muchísima juventud, el frenotipo es más lo que uno esperaba encontrarse en Inglaterra. Pero esas pieles rosadas de lechoncito, que parece que vas a pinchar con un alfiler y se van a desinflar, esa piel no se las quita nadie. Curiosidades: en los puentes hay carteles una y otra vez animando a los desesperados a llamar por teléfono a un número de ayuda antes de tirarse al río. Normalmente ponen “Si estás desesperado, llama al 000000000”. En uno de ellos, una joven y pícara mano había realizado una falsificación, con lo cual podía leerse “Si estás desesperado, fuma hierba”. También tiene su castillo, claro, de ahí lo de New Castle, aunque no es muy New, ni tampoco muy castle, estos días nos hemos llevado un par de decepciones con castillos que cuando se ven en fotos parecen inmensos e impresionan, y una vez delante de ellos parecen los de la Barbie… Una ciudad para visitar. Yo repetí varias veces durante mi estancia inglesa.

Paseando por Edimburgo


Llevo más de un mes sin escribir en el blog porque tuve que irme un tiempillo a trabajar por esos mundos. Estuve fuera de España, y uno de los lugares en los que recalé fue la ciudad de edimburgo, en Escocia. Me gustaría contarte algo de lo que vi o sentí por allí, aunque sólo estuve un par de días. Edimburgo es una ciudad impresionante y bellísima. Posiblemente de las más bonitas que hay en Europa, y también de las más desconocidas. Es terriblemente cara para la vida diaria, más que Londres, pero posiblemente es la mejor ciudad británica (no decir nunca inglesa). El ambiente es de gran animación, y como llegamos en fin de semana, pudimos comprobarlo: discotecas, pubs, cafés con música en vivo, ruido y melodías por todos sitios. Los escoceses por la calle con unas borracheras de impresión… Saben divertirse, eso sin duda. Por cierto, me perseguían las gaitas (odio el sonido de la gaita, a mí un instrumento que se toca con la axila no me parece serio). Pues gaitas por todos lados. Llegamos cuando había oscurecido, con lo cual la primera impresión de la ciudad, aunque buena, estaba cercenada. Luces por doquier, monumentos iluminados, movimiento, ritmo… Tras comprobar que el hotel no estaba mal, nos echamos a la calle. ¡Ah! Es absolutamente imposible aparcar en Edimburgo. Cuesta 2 libras y media una hora. Han habilitado zonas para dejar el coche en las afueras de la ciudad, con transporte continuado desde allí, y si no debes dejarlo en parking que cuestan unas 20 libras diarias, y que fue lo que hicimos. Al día siguiente pareció que nos habían diseñado la visita. Amaneció brumoso, entre neblina, frío sin exceso, ¡lo que uno espera de Escocia! Subimos a una colina con mirador que como reclamo turístico dice ser el sitio más alto de la ciudad, lleno de monumentos, sobre todo uno muy cachondo que llaman “la vergüenza de los escoceses” porque iba para megatemplo al estilo Partenón, pero más grande, pero el dinero les dio sólo para 8 columnas y algo de entablamento, y así está. Wellington y Nelson están por todos lados, tengo que revisar mi historia de Inglaterra para averiguar por qué los quieren tanto en Escocia. Y, ¡oh sorpresa! Una de sus heroínas nacionales es ¡¡Catalina de Aragón!!, porque mientras su marido estaba guerreando por Europa de la mano de Francisco I de Francia, ella, como regente, defendió Escocia de una invasión (creo que noruega). De lo alto de la colina vino una vasta ciudad que se perdía entre la bruma, dominada por el imponente castillo, las torres, y una piedra oscura y recia. No podíamos ver mucho. Poco después me di cuenta de que Edimburgo se iba a ir abriendo como un joyero, a medida que la bruma se iba disipando, y un sol acogedor y cálido comenzara a iluminar cada rincón de la ciudad. No voy a contarte, sería eterno, cada edificio o cada lugar interesante. Más bien me gustaría hablarte de sensaciones. Escocia, Edimburgo, me parece sinónimo de orgullo, de vitalidad, y de modernidad. El castillo es más impresionante por lo que glosa, la historia nacional, y el orgullo escocés, que por su forma, que no es especialmente grata ni espectacular. Pero cada esquina dice “somos escoceses, no ingleses, somos otra cosa, estos son nuestros hechos”. “Aquí no llegaron los romanos” rezaba una inscripción. La ciudad se va abriendo poco a poco. Monumentos por doquier a grandes hombres nacidos en la tierra: Hume, Walter Scott (cuyo monumento recuerda el memorial del Príncipe Alberto en Hyde Park de Londres pero al escultor en este caso habría que cortarle las manos y sacarle los ojos por si acaso se le ocurre seguir esculpiendo con otras extremidades, qué malo por diossss)… Gente por todos lados, turistas, sobre todo españoles, y también escoceses jóvenes que se tiraron al parque (también ser llama Hyde Park) a recibir los primeros rayos del sol primaveral. Edimburgo es una ciudad monumental, pero de verdad, en orden gigante. Me resultaron muy curiosos los pasadizos, callecitas oscuras, escaleras que atajan y comunican una ciudad con importantísimos cambios de rasante, como en las casi perpendiculares Princess y Victoria Streets. También la presencia de los cementerios dentro de la ciudad, costumbre muy anglosajona, todo sea dicho. Vimos muchos, pero uno en concreto, dedicado a la memoria de ¡un perro! me alucinó, porque las tumbas apoyan directamente en las fachadas traseras de las casas. Bueno, puedes poner al abuelo bajo tu ventana y le cambiar las flores a diario sin salir de casa. Tiene su parte práctica. Y los vecinos no se puede decir que molesten, y desde luego no podrás negar que el vecindario tiene zonas verdes y fértiles… sobre todo muy fértiles… La historia del perro es como sigue: “Greyfriars Bobby” era un perro de lanas cuyo dueño murió en la segunda mitad del siglo XIX. El perro se quedó junto a la tumba de su amo, alimentado por los ciudadanos de Edimburgo, y no hubo manera de sacarlo de allí. Sobrevivió 7 años, sobre esa tumba, invierno y verano, esperando el regreso del amo que, evidentemente –y por suerte- nunca se produjo. Cuando murió, fue enterrado en una tumba principal a la puerta del cementerio, y su nombre fue empleado para denominar tanto al cementerio como al barrio que lo circunda. Una lápida recuerda “la enseñanza del verdadero valor de la lealtad hecha por el más humilde de los animales”. En fin, depende de cómo te lo quieras tomar (a mí, si me muero, Mafi y Suerte empiezan a zampárseme a los cinco minutos, me juego el cuello), pero Greyfriars Bobby tiene hasta su monumento (me extraña que no lo disecaran, este país está lleno de bichos disecados… ¿Camila Parker puede ser una de ellos?). Pero si la ciudad es distinta (qué pedazo de Catedral, por cierto) la gente también lo es. Edimburgo es multicultural y multirracial: chinos, japoneses, hindúes, cientos de pakistaníes, shiíes, chiíes, europeos de todos lados trabajando o haciendo Erasmus… La ciudad tiene una enorme viveza, y se dibuja como un mosaico moderno en un escenario más decimonono que realmente antiguo, pero en continuo cambio. Entre tanta piedra, el Parlamento, del arquitecto catalán Enric Miralles, que sólo pude ver de lejos, es un revulsivo en la extraña composición urbanística de Edimburgo. En cuanto a los escoceses, me impresionaron, en general. El porte es fabuloso, son realmente guapos y guapas, aunque ganan ellos, por su aspecto masculino y duro. Pero lo que más me impresionó fueron los ojos: si bien los ingleses tienen los ojos claros, también, en Escocia resaltaban por la potencia y el brillo. Azules intensos, verdes esmeraldados y puros, que se veían a media milla. Todo es intensidad, en Edimburgo, sus hombres y sus mujeres también. Victoria Street está llena de pubs, cafés a la italiana, bistros franceses, una tasca española, y una tienda infantil preciosa. Había un gran ambiente porque el sol tenía a todo el mundo en las terrazas. Edimburgo se había quitado la pelliza para nosotros, pero aún quedaban sorpresas. El último día paseamos por la National Gallery of Scotland, cuyos mejores cuadros son 3 de Rafael y en general la poca pintura española, con “La vieja friendo huevos” de Velázquez, viejo conocido mío de cuando estuvo en España, a la cabeza. Luego callejeamos hasta salirnos, literalmente, del mapa, aunque nos dio tiempo a hociquear en un par de museos de arte contemporáneo. Tuvimos que volver en autobús. Por cierto, anécdota de museo de arte conceptual: había una obra que era, literalmente, un armario lleno de medicinas. Entonces yo empecé una letanía “esta obra nos muestra el dominio de la química en una sociedad cada vez más deshumanizada en la que lo que nos salva a la vez nos mata y el hombre cada vez más insignificante…” y bla bla bla… Pues la cartela explicativa ponía exactamente eso… Tengo testigos… Si es que la moñez del arte conceptual ya me lo conozco yo como la palma de mi mano, estos estafadores no me engañan. Edimburgo nos había dado sólo una pequeña muestra de lo que ofrece, dos días no son nada, pero como toma de contacto no estuvo mal. Ahora hay que volver, por lo menos una semana. ¿Por qué todos los días, a la 1 de la tarde, lanzan desde el castillo de Edimburgo una bala de cañón que conmemora no sé qué cosa, en lugar de a las 12 como suele ser habitual..? Porque ¿para qué gastar 12 balas a las 12 si una hora después pueden ahorrarse 11? Literal, como suena… Dice mucho de estos escoceses…