Según blogger, nos han visitado todas estas personas

lunes, 23 de octubre de 2023

De libros: "Mi abuelo me habría pegado un tiro", de Jennifer Teege y Nikola Sellmair.

                


    Eres una niña mulata en Alemania. Tu madre te da en adopción porque eres una niña no deseada, fruto de una relación con un hombre nigeriano. La recuerdas porque estuviste en contacto con ella y con tu abuela hasta los siete años. Luego tus padres adoptivos decidieron que lo mejor era romper el vínculo con tu familia biológica. Tienes encuentros fugaces, años después. Recuerdas muy especialmente a tu abuela, tu abuelita. Tu madre te resulta no solo más lejana, sino que te causa más temor dado que nunca te trato con cariño. 
     Creces con la sensación de haber sido abandonada y con una autoexigencia atroz frente a tus padres adoptivos, que te adoran. Pero necesitas destacar, ser la número uno; es la manera en la que crees que puedes competir con tus hermanos, hijos biológicos de tus adoptantes. Pero realmente para tus padres esa competencia no existe. Te quieren tanto como a sus hijos naturales, solo que tú no lo ves. 

        Pasan los años. Te marchas gracias a un programa de estudios a Tel Aviv, donde realizas la mayor parte de tus estudios universitarios y forjas amistades con dos mujeres cuyos abuelos sufrieron el Holocausto en Alemania. Adoras Israel y te empapas de su cultura. 

       Un buen día, ya de regreso en Alemania, casada, con hijos, estás haciendo una consulta en una biblioteca y cae en tus manos un libro cuya protagonista es tu madre. La reconoces enseguida. Comienzas a leer el libro con ansiedad y descubres lo inimaginable: tu madre es hija de Amon Göth, el terrible criminal nazi representado, estereotipadamente, por Ralph Fiennes en “La Lista de Schlinder”. Tu “querida abuelita” fue la amante del asesino, que no sólo sabía perfectamente lo que sucedía en el campo de trabajo a pocos metros de su casa, sino que fue testigo mudo, y responsable por indolencia, de muchos actos criminales.

      De eso trata “Mi abuelo me habría pegado un tiro”, buen libro de Jennifer Teege y Nikola Sellmair, que abre nuestros ojos a una realidad del Holocausto a veces olvidada: cómo se enfrentaron los alemanes a la memoria del horror. Aparte de lo extravagante de la historia, una mujer negra alemana, amante de la cultura judía y con profundas raíces emocionales en Israel, es nieta de uno de los grandes asesinos del Tercer Reich, al que además el cine se ha encargado de popularizar como ejemplo del horror; lo cierto es que es muy interesante conocer la respuesta de todo un colectivo a unos hechos innegablemente atroces.

    Nunca me había acercado al Holocausto desde este punto de vista, y sin embargo en sensacional para entender muchas cosas de la historia contemporánea europea. Teege narra su historia, sus emociones, y pone el acento en cómo asimilar que eres heredera directa de uno de los peores criminales del nazismo. Incluso puedes encontrar en youtube su patética y ridícula ejecución en la horca, porque el verdugo calcula más la longitud de la cuerda y el asesino debe ser colgado hasta tres veces antes de morir. Nikola Sellmair, excelente periodista y cronista, repasa con datos y hechos contrastados su testimonio, pone los puntos sobre las íes, y nos acerca a una realidad sociológica interesantísima. La primera generación de posguerra, la que se tuvo que enfrentar a que sus padres habían sido criminales nazis, optó por el silencio, por la vergüenza. Cuando tuvieron que tratar abiertamente el tema, mostraron o el rechazo más absoluto, renegando de sus padres y mostrándose muy beligerantes con el Tercer Reich; o trataron de defender y minimizar la responsabilidad paterna ante los crímenes. Es una generación que vivió en la mayor amargura, y sorprendentemente muchos de esos hijos terminaron no solo con depresiones crónicas sino suicidándose al no soportar la carga moral que se impusieron. La segunda generación, los nietos, sufrió el impacto de los hechos pero pudieron superarlo gracias, entre otras cosas, a que toda la nación comenzó a tratar el tema. Las siguientes, los bisnietos e incluso los tataranietos, se acercan al tema con otra mirada, sin sentirse implicados moralmente, y son los que, finalmente, han podido reconciliar al país con su pasado. 

     De todo esto trata el libro, que no es excepcional, ni una auténtica obra maestra, ni nada parecido. Bien al contrario, es una historia bien narrada, humilde y sin mayores pretensiones que servir de testimonio, pero con un final, desgraciadamente, demasiado edulcorado.

    “Mi abuelo me habría pegado un tiro”, de Teege y Sellmair, está editado en España por Nagrela Editores, Madrid, 2017. La traducción corre a cargo de Alberto Pérez Bondía. 

            

sábado, 23 de septiembre de 2023

Una reseña de la representación de "Medea" en el Teatro Real del 22 de septiembre de 2023





El 22 de septiembre acudí al Teatro Real de Madrid para  ver y escuchar una producción de “Medea” de Cherubini que no me ha acabado de gustar. Vamos con la primera cuestión que me llamó la atención: en el propio programa de mano se habla de que esta ópera de Cherubini tiene 11 versiones diferentes. Como parecen pocas, el Teatro Real decide presentar la número 12, en el ¿original? Francés, lo que por cierto significa que esto no se llama “Medea” sino “Médée”; pero empleando unos recitativos musicalizados recientes, también en francés. Aquí surge la primera duda, ¿y por qué? Pues un buen amigo me lo explicó de un modo bastante directo: han intentado hacer la “Medea” de Callas, tal cual, pero en francés. De entrada dudé un poco, pero luego escuché, comparé, y me pareció que la idea no es descabellada. “Medea” se trajo al repertorio para mayor grandeza de Maria Callas, y ella la cantó durante 10 años por medio mundo con una versión en italiano adecuadamente preparada, en la que los recitativos, que a ella tanto le importaban en esta partitura, estaban musicalizados. No es cuestión baladí, porque en la versión original francesa, los recitativos están dramatizados, hay que actuarlos de forma hablada, como en “Carmen”. Son muchas las razones de tradición, y otras más prácticas, por las que a veces esos recitativos hablados son sustituidos en una ópera. Pero si se quiere reponer el título de Cherubini en su formato más original, ¿por qué no usar los recitativos originales? Creo que el Teatro Real ha perdido una oportunidad de hacer una versión arqueológica, filológica y limpia de “Medea”. Porque para hacer eso, como se ha hecho, mejor se escucha una buena versión en disco o se vive del recuerdo. 

A mí el texto en francés no me gusta, me parece que pierde fuerza y que el señor Cherubini estaba más cómodo con la versión italiana, que tiene más mordiente. Quizás habría que haber buscado cantantes más familiarizados y cómodos con el idioma, porque elegir dos protagonistas italianos para hacerlos cantar en francés tuvo sus inconvenientes. Esa cuestión, claro, es discutible, y yo puedo estar contaminado porque las versiones que siempre he escuchado han sido las italianas. 



A “Medea” le pasa lo que a otras grandes óperas, que lo son sólo si encuentran al cantante adecuado. Si ese cantante no aparece, no deja de ser una obra menor muy difícil de desempolvar. Si además está identificada con una leyenda como Maria Callas, la cosa se complica. Yo tuve la sensación, toda la noche, de que la que manejaba los hilos era la diva americano - griega. Y teniendo en cuenta que lleva muerta casi 50 años, la cosa tiene miga. Callas hizo una gran “Medea”. Ha habido otras, como Sondra Radvanovsky, que han salido airosas. En España, hace unos pocos años una descomunal Violeta Urmana en Valencia con Zubin Mehta, representación que no vi pero de la que hubo testimonio sonoro. Montserat Caballé lo intentó tres veces, dos en realidad. En 1976 en el Liceo, en la que si bien pudo con la partitura y la sacó adelante, no hizo una “Medea” en absoluto referencial. Más bien histérica, pasada de vueltas, quiso emular a la Callas. Lamentablemente no se le ocurrió ir hacia los aspectos más belcantistas, que los hay, de la partitura, y abrió el melón de la dramatización intensa, sin que le saliera. En 1988 en Mérida su situación era diferente, se acercó al texto con mucho cuidado, y si se ven los videos que circulan por internet, bajó el voltaje, se fue hacia lo más musical, y desde ahí construyó una protagonista más sinceramente propia. Esa sí fue la “Medea” de Caballé, pero el tiempo, y sus grandes dificultades ya para moverse por el escenario, así como un calor infernal, no jugó a su favor. Aún así, merece la pena verla, porque Montserrat Caballé se entrega con total abandono a la partitura, y sale airosa, por fin. Aún así no es referencial. Repitió un mes después la propuesta en Perelada, por eso digo que son tres ocasiones. 



Lo que ocurre en el Teatro Real es que con Maria Agresta no hay “Medea”, y entonces la gran ópera se queda en ópera menor. No la saca adelante porque ni tiene mordiente ni puede con el rol. Se limita a pasearse por el escenario abriendo y cerrando los brazos, diciendo casi de manera plana unos versos terribles, y no consigue el climax. Seamos claros: en toda la partitura hay dos grandes arias, una para Dirce, que aquí Sara Blanch bordó con una belleza vocal en estado de gracia y una gran agilidad; y otra para Néris, defendida por Nancy Fabiola Herrera con una enorme capacidad. Las arias de la propia Medea son bastante secas, sin lucimiento, lo que provocó un monumental silencio del público al término de la primera. El aria y media de Jasón es insustancial, y las partes de Creonte bastante sosas. Sin embargo los dúos son brutales, sobre todo el primero entre Jasón y Medea, hay partes corales bellísimas, y sobre todo desde el momento en que la protagonista dice “¿Yo soy Medea y los dejo con vida?” en adelante, la partitura para la soprano es gloriosa. Pero necesitamos una cantante que lo viva. Que paladee el odio, que se regodee en el dolor y en la fiereza. Maria Agresta sale cuchillo en mano a matar a sus hijos casi pidiendo perdón, y no sabe qué hacer con lo que tiene entre manos. Una belcantista de origen se olvida, una vez más, de las posibilidades belcantistas del personaje, pero también de las dramáticas. Me he quedado con ganas de ver y oir a Saioa Hernández. 



Eneas Scala, como Jasón, cumple ampliamente con el cometido de poderse quitar la camisa y enseñar pectorales, pero no canta nada. Es un baritenor rossiniano al que le sobra papel por todos lados, pero además la voz se le queda en la garganta, no corre, y reservó tanto que al final cuando podía lucirse se le pasó dejar de reservar. Es un cantante olvidable, no estaba cantando un rol que le fuera. Jongmin Park como Creonte resuelve, pero el papel es malo. Así que la noche se la llevan Sara Blanch y Nancy Fabiola Herrera, pero con ellas dos no se justifican casi tres horas de velada. 



Ivor Bolton pareció despistado, como si no supiera muy bien qué hacer. A veces tronaba, a veces bajaba casi a la orquesta de cámara… No equilibró el sonido en toda la noche y las pifias de los metales tampoco ayudaron. Creo que Bolton no estaba centrado ni cómodo. 


La puesta en escena de Paco Azorín… Yo tuve la sensación en todo momento que a este escenógrafo la música le sobra, le molesta, porque se empeña en descuidarla, en que su puesta en escena incomode para poder escuchar la partitura. Ya sé que ahora la tendencia es que oberturas y sinfonías se dramaticen pero ¿es necesario distraer al público cuando la música suena tan bien? Lleva la escena a Georgia, no sé muy bien por qué exactamente allí, y se centra, sobre todo, en recordarnos los niños que cada año mueren en manos de sus progenitores o cuidadores, e incluso nos proyecta la Declaración de Derechos del Niño de la ONU en un entreacto, lo que fue aplaudido por cierta claque, porque había claque, mientras el resto del teatro se quedaba en silencio y yo estaba a punto de gritar “menuda chorrada”. Consagrar una “Medea” a los derechos de la infancia es como dedicar una “Die Walküre” a luchar contra el incesto. ¡Ojo! El tema tiene posibilidades, pero Azorín no sabe centrarlo. Porque además, los niños que decide que tanto hay que proteger nos los pinta como dos auténticos delincuentes juveniles, así muy malotes ellos, pero de Loewe. No sé si me explico. Vamos que hay un momento que si no los mata su madre, los mato yo. Hacer una “Medea” para reivindicar los derechos de la infancia es una autentica boutade, porque se deja en el tintero otros mil matices de la obra para centrarse en la evidente. Tampoco entendí muy bien la necesidad de desdoblar en dos a la protagonista, por un lado la cantada, y por otro la “mitológica”. Me sobró en todo momento. 



Así que me aburrí a ratos, disfruté en otros, y sufrí con toda la escena final porque no cogía cuerpo ni por equivocación. El público, eso sí, sobre todo el traído para ello, aplaudió a rabiar y braveo hasta perder la garganta. 

lunes, 27 de diciembre de 2021

De libros: "La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta", de Edmund de Waal.


La editorial "Acantilado" lleva años forjándose un nombre casi legendario entre los lectores españoles. Obras como las que nos ocupan, y que ha llegado ya a su duodécima reimpresión, es un claro ejemplo de lo que digo. Un libro monumental, que comienza con una historia simple y termina abriendo un universo completo, complejo, y vergonzante, ante nosotros. Edmund de Waal, su autor, es un ceramista británico de enorme prestigio en su profesión, penúltimo eslabón de los Efrussi, reconvertidos más tarde en Ephrussi, acaudalada familia judía de banqueros y comerciantes con un oscuro origen en Berdichev, que se asientan en Odesa, donde comienza su expansión económica; y se ramifican, sobre todo, por París, Londres, Berlín y Viena. De Waal recibe como herencia de su tío Iggie una colección de doscientos sesenta y cuatro netsuke, unas esculturas en miniatura japonesas que aparecieron en el S. XVI para servir de pasadores que sujetan a la faja del kimono el injo, una suerte de caja plana que, a modo de bolso, permitía llevar diversos objetos de la vida cotidiana. A lo largo de los siglos alcanzaron una gran refinamiento, y encumbraron a varias generaciones de maestros artesanos. Están elaborados en madera de nos o marfil. 

Este libro cuenta el origen de la colección, en la apertura comercial del Japón de mediados del S. XIX, desde su adquisición en París por parte de Charles Ephruossi, famosísimo historiador del Arte, benefactor de impresionistas como Monet, Degas o Renoir; y su posterior periplo por Viena, Londres, Tokio y el regreso a Londres, donde aún permanecen. Visto así, es algo sencillo, pero lo cierto es que con esa excusa, la enigmática colección de refinadísimos netsuke, de Waal nos cuenta la historia de su familia y, por ende, la de la Europa desde esas lejanas fechas del S. XIX hasta la II Guerra Mundial y su posguerra. La historia del encumbramiento familiar, siempre bajo la sospecha y el encono del antisemitismo europeo, esa realidad que aún hoy duerme de forma latente en nuestra cultura, un fenómeno netamente común, no alemán ni austriaco o ruso. Un fenómeno que ha sobrevivido, de modo exasperante, al capitalismo, a la democracia, al comunismo y a la falsa piedad pro palestina. También es un breve tratado sobre la evolución del gusto y la cultura desde el epicentro parisino al resto del mundo. 

La familia Ephrussi se convierte en un símbolo de gloria y caída, de honor y burla, de sinsentidos. Sufren los embates del escándalo Dreyfuss, la violenta separación familiar de la Primera Guerra Mundial, donde los primos luchan en bandos diferentes. No aciertan a huir de Austria a tiempo y los envuelve la invasión nazi. A partir de ahí, la supervivencia y el tesón, hasta reconstruirse al mismo tiempo que Viena y Tokio, símbolos de la devastación y la derrota.  

Como sucede con "La poeta y el asesino", de Simon Worral, este libro teje una sucesión de tramas que nos llevarán a entender, algo más, la verdad, la realidad de esta Europa nuestra, y esbozará, además, subtramas, a veces más desarrolladas, otras pendientes de un alfiler, como la de la sirvienta Anna, cuya historia es crucial para la familia pero cuya memoria desaparece a morir los ancianos que la trataron sin desvelar, siquiera, su apellido. La historia de los Ephrussi, una historia de la alta burguesía, puede recuperarse, rescatarse, pero no la de los humildes seres invisibles que los acompañaron. 

Es, insisto, un relato veraz de un mundo que enloqueció, se calmó, pero sigue ahí. Recomiendo encarecidamente su lectura, y la edición de Acantilado, con traducción de Marcelo Cohen. 

viernes, 26 de marzo de 2021

Schuen y Heide, Heide y Schuen, crónica de un concierto.

 Esta entrada va dedicada a Ana García Urcola. 

La temporada del Círculo de Cámara, del Círculo de Bellas Artes de Madrid, que dirige Antonio del Moral, tuvo la inmensa suerte de contar con la segunda presentación en España de la versión de “Die Schöne Müllerin” de Schubert que están defendiendo Andrè Schuen, barítono, y Daniel Heide, pianista, desde que saliera el pasado 5 de marzo al mercado su grabación de este ciclo de lied para el sello DG. 

He escrito mucho sobre Schuen, y también sobre el disco que ahora es motivo de este tour europeo de presentación. Sólo quiero glosar este concierto, porque ha sido uno de los grandes acontecimientos musicales de Madrid esta temporada, y está ya entre los mejores a los que he asistido en mi vida. Memorable, trascendente y con unas cotas de brillantez como hacía tiempo no se escuchaban en un teatro. En ese sentido, superó ampliamente mis expectativas: sabía que iba a presenciar algo de gran calidad, pero lo que nos encontramos estuvo muy por encima. 

Mi amiga Ana García Urcola escribió en “Scherzo” su crítica a este concierto alrededor, entre otras, de la idea de la eclosión del lied. No puedo estar más de acuerdo. Cuando conocimos a Schuen en Madrid, dentro del Ciclo de Lied del INAEM en el Teatro de la Zarzuela, debo reconocer que la expectación era débil. Un cantante casi desconocido, que acababa de editar un disco de Schubert que comenzaba a sonar, con un programa de Schumann y Martin bastante árido… Cuando lo vi salir a escena pensé “otro guaperas”. Porque, sí, el mundo de la lírica se está llenando de guaperas de todo género y cuerda, que muchas veces no ofrecen un producto más allá de una bonita voz que llega hasta donde llega y una planta escénica imponente. Algún día habrá que escribir sobre ello, porque pululan por ahí cantantes que podrían dar más de sí, pero que no lo hacen, corrigiendo errores que serían fáciles de corregir, porque con la pinta que tienen y el éxito mediático no les hace falta. Hace poco hablé de un cantante que, teniéndolo todo para ser francamente bueno, acababa diseñando un personaje de Mozart dramáticamente interesante pero musicalmente aburrido por no pararse, pensar lo que tenía entre manos, y eliminar tics vocales recurrentes que de entrada funcionan pero a la larga cansan. 


Aquí dejo el enlace a la crítica de Ana en Scherzo


He divagado. En fin, que cuando Andrè Schuen salió a la escena del Teatro de la Zarzuela por primera vez, no le di demasiado crédito. De nuevo mi amiga Ana me advirtió que su disco de Schubert era excepcional, y Antonio Moral en sus redes también anunciaba socarronamente que no nos equivocáramos, que ahí había cantante.


Vaya si lo hay. Ese concierto acabó con cinco bises y un éxito clamoroso ante un público nada fácil de contentar, al que no das gato por liebre, porque desde que abrió la boca Schuen demostró que tenía todo lo que nos estaba faltando hace tiempo: voz baritonal pura, de timbre oscuro y broncíneo, muy bonita; con una técnica excepcional y un gran sentido de la musicalidad. Una gran voz en un gran cantante, uno de mis viejos leit motiv intelectuales en esto del canto. A partir de ese día adquirí todos los discos que tiene en el mercado en solitario: una grabación de canciones populares versionadas por Beethoven, un EP con cuatro canciones de Britten, un disco dedicado a Schumann, Wolf y Martin, el citado “Wanderer” de Schubert y poco después la primera entrega de un disco dedicado a los Lied de Liszt. Todos buenos discos, de factura regular e irreprochable, en los que pocos peros puede ponerse a los intérpretes. También lo escuché desde las alturas del Real en “Capriccio” de Strauss, donde me di cuenta de que tiene una voz grande, pero no enorme, y que resulta solvente también en ópera. Y, ya por causa del COVID, he seguido algunos de sus conciertos en streaming y representaciones operísticas de “Eugene Oneguin”, “Così fan tutte” y “Le nozze di Figaro” desde Viena. Vamos, que me he convertido en un gruppie, sin connotaciones sexuales porque él no se iba a dejar y, sobre todo, mi esposo me arranca la cabeza. 



¿Por qué ha despertado ese interés en mí? Ya lo he dicho, es un cantante que de la música al contenido, preocupado por la emisión, la técnica, el sonido, como cimiento para que el sentido, el significado, funcione. La formación es magnífica, y la voz acompaña. Y me harto de decir que es un cantante que se enfrenta a sus personajes con un sentido muy poco ambiguo de la masculinidad y la virilidad. Que no se entienda por ello rudeza, porque no tiene nada que vez. Capaz de unas inflexiones imposibles y de una extremada dulzura. Es muy elegante cantando, refinado incluso, pero no cae en la estilización que tienen algunos cantantes de lied y que incluso invadía al referencial Dietrich Fischer Dieskau en algunas ocasiones. Por último, y en referencia a este último cantante, Schuen forma parte de una generación que comienza a deshacerse de la herencia de Dieskau, lo que no es malo en absoluto: llenándose las enseñanzas del maestro, caminan hacia una concepción nueva del género del lied. 



Junto a Andrè Schuen, en esta aventura del lied y de su renovación, de la eclosión de un estilo a través de un cantante que representa a una generación, está Daniel Heide. Schuen y Heide, Heide y Schuen, de nuevo una expresión de Ana García Urcola. Esta experiencia es de los dos, la crean juntos, y no podemos casi diferenciarlos. Daniel Heide es un pianista referencial, que consigue y otorga a su instrumento el protagonismo necesario en el acompañamiento. La simbiosis entre ambos músicos se nota, el apoyo mutuo, el discurso musical, artístico, pensado e ideado por ambos. El apoyo de la tecla y el pedal en el momento adecuado, el silencio de la voz para dar paso al piano en un diálogo posible. Daniel Heide disfruta tocando. Muchos puristas dirán que poder contemplar las manos en acción de un pianista es un privilegio. Yo en esta ocasión no podía verle las manos por la situación de mis butacas, pero podía verle la cara. Ahí me sorprendió una vez más la capacidad de fijarnos en las mismas cosas que, ella desde el conocimiento, yo desde la postura de un simple aficionado, tuve con mi querida Ana: Heide, con su rostro, con sus expresiones, nos va narrando cada momento del concierto. Disfruta tocando, nos avisa de que lo que viene a continuación es una hermosura musical, sonríe al teclado, respira, sin ninguna ampulosidad. Es un espectáculo oírlo, pero también contemplar esos rostros. Porque además no es que nos diga “mirad que bien voy a tocar lo que viene ahora”, sino que nos anuncia “mirad qué momento musical viene ahora”. La propuesta de Heide, desde el teclado, es la misma que la de Schuen, van al unísono, y la ganancia para el espectador es total. Dos músicos que se respetan y trabajan juntos por la música. En mi post sobre el disco que dio lugar a este concierto dije que esta era la grabación de dos músicos haciendo música, no de una estrella de la lírica, ni de unos hacedores de productos musicales. Pese a lo horroroso del diseño gráfico de la portada y el interior de la misma, el disco va de música. Y es muy humilde. 



Y de música fue el concierto al que al final voy a dedicar muy pocas líneas. “La bella molinera” tiene mucha palabra, mucho verso y mucha música, y todo eso salió en la interpretación de Schuen y Heide. La palabra en una dicción y una vocalización sorprendente, pero también en una gama de emociones y sentidos que se desparramaron por el adusto y ruidoso auditorio del Círculo de Bellas Artes ante un público que cada vez alcanzaba más niveles de tensión. La grandeza del lied, para un cantante, es convertir versos, a veces intrascendentes, con melodías que también a veces no pasan de ser “bonitas”, en música que nos llega y nos comunica. Además, pasar de una emoción a otra en segundos: de la expectativa a la alegría, del encanto al deseo, del éxtasis a la desconfianza, a la lucha, al desamor, y a la tristeza… En una ópera los estados de ánimo permiten, normalmente, transiciones más cómodas para el cantante, en el lied no da tiempo. De gritar “¡es mía!” a morir de celos segundos después. Siempre he pensado que la capacidad musical de un cantante se mide, muy especialmente, en el lied. Ahí vuelven Schuen y Heide a encandilarnos. El camino (obsesión schubertiana) del jovenzuelo arrollador que trata de seducir a su molinera, hasta la muerte del amor, acaso la física, en una narración canónicamente romántica (no adjetivo, sino estilo). Schuen consiguiendo que todos esos matices tuvieran la respuesta técnica adecuada, musicalmente impecable, y desde ahí al texto. Mientras lo veía cantar, ya en el desamor que lo lleva a la aniquilación emocional, “a mi amada le gusta tanto el verde”, un poema y una canción tan tremendamente tristes, con una sonrisa melancólica en el rostro, pensé en lo difícil que debía ser sacar en unos minutos esa nostalgia, esa amalgama de emoción. El mismo hombre que apenas diez minutos antes había exigido al sol que brillara más porque ella era, al fin, suya. Mientras, Heide, remarcando esa melancolía con un piano adusto y sonoro que se obsesiona en el sonido repetitivo de la misma nota continua, de ese arroyo con el que el joven enamoradizo ha estado hablando todo el tiempo, que ha dejado de correr alegre y sonoro para tornarse gris y monótono. 


El Círculo de Bellas Artes se fue llenado de ese sonido, de esa emoción, y cuando el arroyo terminó su canción de cuna para el amante, el público estalló. Despertados por el “bravo” que, desde mi punto de vista, gritó demasiado pronto un espectador encandilado, el clamor fue unánime. En los corros posteriores, todos hablaban de lo que acabábamos de presenciar. Para mí es uno de los grandes conciertos que he visto en mi vida. Desde que Caballé dio como bis en uno de sus homenajes la escena final de “Salomé” de Strauss (¡¡como bis!!); pasando por la primera vez que estuve en un recital de Juan Diego Flórez cuando era una gran promesa que luego se truncó. Alguna ópera, una “Canción de la Tierra” que me hizo llorar… Este es, sin duda, uno de los grandes momentos musicales que he tenido el privilegio de escuchar; y los que vendrán, porque a Heide y Schuen solo les queda ascender. Andrè Schuen me ha reconciliado con la lírica: hacía tiempo que no llegaba un cantante que pudiera realmente interesarme de tal modo, porque consiguiera hacerme sentir de esta forma, que se preocupara tanto por la música y la calidad musical. Huérfanos de grandes leyendas, es posible que Schuen no se convierta en una, pero su calidad, como el liederista de referencia de su generación, y posiblemente el mejor cantante del momento, lo convertirá en un grande a oídos del aficionado. Y Daniel Heide, tanto con Schuen como con otros muchos cantantes, renovando el polvoriento material con un soplo de rigor, aire fresco, y una nueva forma de entender todo un género. 











lunes, 8 de marzo de 2021

De discos: Andrè Schuen y Daniel Heide presentan "Die Schöne Müllerin" de Schubert.

(Todas las fotos pertenecen al disco comentado y son propiedad de Deutsche Grammophon)



El 5 de marzo se publicó la esperada grabación del primer gran ciclo de lied de Schubert, "Die Schöne Mullerin", realizada por Andrè Schuen y Daniel Heide. Realmente ha cumplido, de sobra, con las expectativas. Pero eso lo sabe la DG Classics, porque con tantas grabaciones como existen de este ciclo, hacer una nueva solo está justificado si aporta algo. Vamos por partes, pero empiezo por la conclusión: estamos ante la interpretación del S. XXI, fiel a la tradición y a la vez innovadora, lejos, que ya tocaba, de Dietrich Fischer Dieskau, aunque igualmente respetuosa. Diferente, pensada, fiel y de referencia.
Lo primero de lo que quiero ocuparme es de la dicción y la vocalización, que son impecables. Las palabras suenan en su debido lugar, perfectamente pronunciadas, limpias y claras. Una vez leí que "Die Schöne Mullerin" es la música de la palabra, y con esta grabación se hace realidad. No es un tema menor cuando la palabra sale, de forma natural, clara y llena de contenido, inmersa en su significado.
 
Lo segundo es el piano. ¡Cómo suena! Pocas grabaciones de lied en las que el piano esté tan presente y alcance tanto protagonismo. Bien balanceado por los ingenieros de sonido, se hace parte clara de la interpretación. Los matices, tan importantes en el lied, se acrecientan. Suena ese arroyo que tanto está presente en esta obra. Suenan los pasos del cazador, pero también la melancolía, la tristeza, el camino schubertiano. Heide hace esta grabación muy consciente de lo que se trae entre manos, y busca su espacio, que es a la vez protagonista y acompañante. Pocas grabaciones he escuchado en la que el piano esté tan presente, con un sonido que envuelve, que arranca segundos al silencio, que se suspende a veces. Heide es un gran pianista, un gran músico, y un perfecto acompañante. Gran acierto de la DG contratar en exclusiva a ambos músicos.
La clave del éxito de Schuen está en su capacidad musical. No nos engañemos, no solo es un gran cantante con una buena voz, es un gran músico. Llega de rebote al canto: toda su familia es de músicos, él comienza como violoncelista, y trae un bagaje musical que no siempre es habitual en todos los intérpretes vocales. Schuen sabe de música y sabe lo que tiene que hacer. La voz es grande, no enorme, con una amplitud más que sobrada, y suena a barítono, que te preguntarás qué quiero decir con eso: pues que hoy en día hay mucho tenor corto, como mucha soprano sin agudos, presentándose como barítonos o mezzos cuando no lo son. Es una voz bien colocada, y con una técnica sobresaliente. He hablado mucho de él, y se está creciendo día a día.
Creo que es un cantante que tiene lo mejor de las leyendas del pasado y lo mejor de lo que se espera de un cantante actual. No nos engañemos, prima la música, prima el sonido. Creo que como cantante lo tiene claro. Y a partir de ese sonido, de esa emisión, de la partitura musical, construye la emoción, el personaje. No voy a negar que esos son los cantantes que a mí más me interesan, los que van de la música al personaje, y no al revés. Así que entronca en una gran tradición. Pero como cualquier cantante de hoy en día no se olvida de la parte actoral o emocional, pero de una forma muy equilibrada. El problema de un ciclo de lied es que ahora eres un alegre adolescente a quien el amor embriaga, tres minutos después un celoso atormentado, luego te inunda la primavera para acto seguido ver las nieves anunciarte una fría tumba. Conseguir el equilibrio es lo complicado. Puede hacer, por supuesto canciones que te lleguen o gusten más que otras, pero un buen intérprete debe intentar dejarlas todas en su justo lugar, y aplicarles exactamente la misma intensidad con la que ha creado un conjunto, y escogiendo muy bien dónde van a estar los clímax. Schuen lo consigue, aportando cada matiz, cada inflexión, cada sentimiento, a través de la música. A veces el sonido queda flotando en el aire, con un acabado muy elegante, se difumina y desaparece. Como yo he escuchado ya varias veces a Schuen en directo, sé que ese equilibrio, que en grabación podría parecer fácil, le ocurre también en directo.

Decía el otro día que cuando las primeras palabras que te vienen a la cabeza al escuchar a un cantante sean "masculinidad" o "virilidad" es que algo le pasa a los cantantes actuales. Lo que quería decir es que esa masculinidad de Schuen es una de las características de sus interpretaciones. Aquí no hay ambigüedad ni género fluido. Es un hombre que expresa una gama emocional siendo dulce, tierno, melancólico, incluso "vulnerable", sin abandonar la imagen romántica de la masculinidad. Y este ciclo tiene en el Romanticismo su cómo y su por qué. También es un Schubert que ha pasado por Mozart y Strauss, la formación vocal de Schuen siempre refleja un camino, una trayectoria y se siente.
Por último, algo que la espantosa portada y las fotos interiores no parecen reflejar (qué horrible diseño para un disco), es una grabación humilde, nada pretenciosa, sin exclamaciones de genio aisladas. Es una propuesta narrativa e interpretativa, de dos profesionales que saben lo que hacen, pero incluso guarda cierta timidez, cierto recogimiento. La foto con la que ilustro este post es una de las centrales del disco. Podría titularse "no es lo que parece, nosotros venimos a presentar un disco". Tal cual.
Es un gran disco de lied, merece enormemente la pena, y el 21 de marzo se presenta en concierto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en el que puede ser uno de los acontecimientos musicales de la temporada. Si lo escuchas disfrutarás, no te dejará indiferente, y estoy seguro de que te gustará. Pero es un disco de músicos haciendo música, no de estrellas haciendo música. Yo me entiendo.

lunes, 3 de agosto de 2020

De libros: "Dios Salve el Arte Contemporáneo" de Óscar García García.

Cuando un historiador del arte, un profesor de historia, un especialista, un académico de cualquier pelaje, o un cuñado con estudios; se enfrenta a las obras de divulgación, normalmente lo hace con demasiados prejuicios. Es relativamente normal. Estamos acostumbrados a estudiar nuestra disciplina a través de libros de investigación formales, con sus notas a pie de página, sus referencias, sus tesis y propuestas, su camisilla y su canesú. Cae en nuestras manos una obra de divulgación y, ya desde el principio, la recibimos con cierto mohín de soberbia indiferente o falta de curiosidad. Es cierto que muchas obras de divulgación son malas. Mienten, engañan, falsean la realidad, o, algo que siempre me ha molestado muchísimo, trata al espectador como un imbécil al que se le esconden parte de las dimensiones de un tema porque "no va a poderlo entender". O lo explica "de andar por casa" porque eres un pobre idiota. Ese ha sido mi caballo de batalla como profesor desde hace 25 años, porque nunca entendí por qué, en historia, como en otras disciplinas, a los niños o a los adolescentes, por eso de "adaptar los contenidos a su edad" les falseamos algunos de ellos, o no entramos en lo realmente importante. Cuando me he lanzado de lleno a contenidos que, teóricamente, mis alumnos no iban a entender, me ha fascinado no solo que lo entiendan, sino que lo hacen con total normalidad.


Entonces aparece Óscar García García, director de la PAC (Plataforma de Arte Contemporáneo) y escribe este libro, "Dios Salve el Arte Contemporáneo" (las versales son mías), y demuestra que se puede hacer divulgación sin mentir, siendo coherente, siendo muy preciso y certero, siendo académicamente intachable y, además, con un magnífico sentido del humor. Cuando terminé este pequeño ensayo, estuve un buen rato dándole vueltas al propio concepto de "divulgar". ¿Es este un libro de divulgación? ¿Por qué? ¿Porque no tiene notas a pie de página, ni ha bebido de archivos ni, realmente, presenta una sesuda investigación? Créanme que aún no he acabado de responderme a mí mismo esa pregunta. Porque lo que hace Óscar García García con su libro es sistematizar, ordenar, presentar y exponer con una perspectiva intelectualmente perfecta un pedazo, muy grande, del arte contemporáneo, y lo hace en 200 páginas, construyendo un discurso sólido y bien estructurado que nos pide más, como lectores. Nos empuja a entender y a colaborar. 

©Planeta

Óscar García García escribe muy bien, y eso es lo primero que se agradece. Parece una perogrullada que todo el que escriba y edite, sobre todo en una gran casa como es "Planeta", a través del mítico sello "Paidós", lo deba hacer bien. Pero últimamente es menos normal de lo que parece. Hay mucha gente que edita y publica pero no escribe bien. Eso no quiere decir que no haya coherencia sintáctica o gramatical, o que en suma la redacción sea incorrecta. Pero sucede que ni tienen estilo, ni consiguen mantener la tensión, ni saben diferenciar entre un clímax narrativo y una alcachofa. Obras que te ahogan desde el principio hasta el final con una solemnidad y una tensión que excede totalmente la historia, o, por el contrario, que te aburren hasta llevarte al borde del coma. Así que el hecho de que aparezca un tipo con estilo, con sentido de la escritura y con estructura formal, se agradece sobremanera, y eso Óscar García García lo cumple casi canónicamente. Sintético, preciso y claro, disecciona el arte más actual con un fino lenguaje irónico que mantienen el pulso (he leído el libro en apenas una tarde, no podía soltarlo). Pero es que además de escribir bien y con un gran sentido del humor, el sistema que elige para exponer la realidad del arte más actual (con cierta reverencia por el arte urbano, se le nota), es paradójico: los pecados capitales y los artistas de hoy (un hoy relativo, algunos llevan años criando malvas). Se me antoja un sistema al uso, tradicional desde el punto de vista conceptual, para sin embargo zambullirse en propuestas novedosas, arriesgadas y, a veces, muy difíciles de entender para el gran público. Pero sucede que Óscar García García, porque se dedica a ello y porque sin duda se sumerge a diario en el arte más inmediato, no solo lo comprende muy bien, sino que sabe explicárnoslo con total esmero. ¡Ay! cuántas conferencias y cuántos textos sobre autores actuales he tenido que tragarme desde mi juventud en los que para comprender una palabra había que hacer un auténtico ejercicio de fe y poner toda tu carne intelectual en el asador. Pero en este libro no. Aquí, discursos estéticos que pueden resultar difíciles de explicar, como es el caso de Ángela de la Cruz o Takashi Murakami, por elegir dos de ellos, se nos presentan diáfanos, limpios y libres de polvo y paja (sobre todo de paja, no es un libro nada complaciente consigo mismo). Es un don, es muy difícil, y hay que aplaudir a Óscar García García por ello, porque ha escrito un libro de arte que podría ser muy difícil de aceptar o asumir por el espectador, pero lo ha hecho con una claridad tan exacta que no deja indiferente. Conceptos como performance, happening, instalación, etc., aparecen tan bien definidos como situados en el contexto artístico. Por cierto, también hay pinceladas, sin sumergirse demasiado pero generando un discurso paralelo, a la visión femenina y feminista del arte; no estaría mal que el autor se plantee un libro al respecto con los mismos mimbres que ha tejido éste. 


Pero no es una mera descripción expositiva de artistas y artes a través de un hilo conductor que puede resultar extravagante (al fin y al cabo, es un método analítico, y resulta tan certero e interesante como muchos otros). Es también un ensayo sólido, aunque escondido, sobre el propio discurrir del Arte Contemporáneo. El prólogo, la introducción y el epílogo son textos independientes dignos de aparecer en cualquier revista especializada, y de eso sí que entiendo algo porque me pasé década y media de mi vida publicando y trabajando alrededor de esas revistas. Si fuera un catedrático al uso, Óscar García García habría llenado esos tres apartados de su libro de mucha decoración filosófica, alta estética, hermenéutica, cuarto y mitad de palabrería en latín o griego, algo de Platón, por supuesto los existencialistas y dos o tres filósofos más de relleno; pero no lo hace, ni falta que le hace, y con ello consigue algo que es, créanme, muy difícil: escribir un texto sobre arte contemporáneo con un sólido arranque y un cierre conceptual preciso que además puede entender con solvencia cualquier lector. Pero sin bajar la guardia, sin disfrazarlo de "si no lo explico así, no lo vais a entender". Personalmente, pienso usar esa introducción y ese epílogo en mis clases el próximo curso con mis alumnos, y me estoy planteando incluso un proyecto que gire alrededor de este libro. En un marco académico en el que empleamos meses, años, para exponer y explicar al arte hasta principios del S. XIX y nunca logramos difundir el arte posterior con la misma intensidad, creo que hacen falta más libros como este. 

En cuanto a la edición, un señor mayor, que es lo que yo soy, echa de menos que aparezcan muchas más ilustraciones e imágenes de las que tiene. Es curioso que un libro de arte no tenga ni una imagen fotográfica de las obras o los artistas que desgrana. No sé si es una cuestión de editorial, pues un libro de arte ilustrado es evidentemente más caro; o si es una decisión formal del autor, porque es cierto que me he visto a mí mismo leyendo sobre los diferentes artistas y usando google a la vez para buscar imágenes que me permitieran entender mejor lo que leía. En algún lugar al comienzo del libro, Óscar García García hace ese guiño, y lo dice abiertamente, sugiriendo al espectador que busque y googlee. Eso lo conecta con una generación acostumbrada a ello, los famosos nativos digitales. No significa que yo no sea capaz, que lo soy perfectamente, pero aún así la pereza (ese pecado capital de tan alto rendimiento artístico) y la perspectiva me hacen soñar con una edición de "Dios Salve el Arte Contemporáneo" ilustrada con profusión. 

Quiero terminar esta reseña no solo recomendando encarecidamente leer este libro, sino también glosar un poco la labor de Óscar García García al frente de una institución de gran importancia para la difusión artística, la Pac o "Plataforma de Arte Contemporáneo" que sin duda es, hoy por hoy, el punto de encuentro y difusión artístico más importante de nuestro país, un espacio en el que confluyen estudios, propuestas, informaciones y convocatorias; pero también iniciativas y proyectos propios que la convierten no solo en un agente difusor sino también creador de arte y de discusión estética. Aquí tienes el enlace:


Conocí a Óscar García García muy brevemente al final de la primavera de 2019 porque ambos fuimos invitados a participar de un evento artístico, él en serio, yo creo que en broma porque estoy bastante lejos de los demás participantes. Luego lo volví a ver cuando presentó este libro. Apenas hemos cruzados un par de conversaciones amables y poco más. Pero tanto en esos breves encuentros como en su actividad en redes, que sigo con fruición, se desprende algo que esta obra refleja desde la primera a la última palabra: Óscar García García ama el arte contemporáneo, lo vive, se desvive, y se ha propuesto trabajar por y para él, con un entusiasmo que sin duda será capaz de contagiar hasta al lector más escéptico, Me emocionó que entienda, como yo, el arte como la única actividad que realmente diferencia al ser humano con el resto de animales, porque es algo que siempre he defendido en mis clases, a veces con poco éxito (los filólogos siempre dicen que es el lenguaje el verdadero hecho diferencial). "Dios Salve el Arte Contemporáneo" (ojo al matiz "el" no "al", que tiene más enjundia de lo que parece) está publicada por Paidós para Planeta, y se puede encontrar en cualquier librería. 

sábado, 25 de julio de 2020

De libros: "Los inocentes" de Oswaldo Reynoso.

La editorial "estruendo mudo", que descubrí en mi último viaje a Lima junto con la librería del mismo nombre, reeditó en 2006 el clásico de la literatura peruana "Los inocentes", una colección de cuentos entrelazados escritos por Oswaldo Reynoso (1931 - 2016), cuidadosamente revisados por el autor, que los había publicado originalmente en 1961, causando un notable revuelo. Ha tenido una edición con otro nombre, muy poco adecuado, "Lima en rock". Pero si lo encuentras, debes saber que son la misma obra. No puedo hacer una reseña de este libro al uso, porque sería como reseñar "La Tía Tula" de Unamuno o "Misericordia" de Galdós. Es una obra conocida, sobre todo en Iberoamérica, y ha sido presentada y analizada algunas veces en nuestro país, sobre todo por el gran Luis Antonio de Villena, que lo ha leído y conoce todo. Sería muy petulante por mi parte divulgar una obra conocida, un clásico de la historia de la literatura del Perú, y presentarlo de nuevas. Reynoso es un escritor inmenso, que abrió un camino que luego muchos siguieron. Un realismo social preñado de jerga y de escenas inquietantes que, por supuesto, azoró y molestó a la sociedad peruana, a la que no le gusta nada mirarse en el espejo. 


Nosotros, en España, conocimos gracias a "Los cachorros" y "Los Jefes" ese estilo peruano realista e iconoclasta de la mano de Mario Vargas Llosa, pero no es lo mismo, ni es igual. La capacidad analítica de Reynoso, y sobre todo su investigación filológica, es más intensa, y finalmente más veraz, aunque Vargas Llosa sea un literato más completo. En otras artes como la pintura o la escultura, pasa también mucho que conocemos a un gran artista y por su fuerza y originalidad, pero también por desconocimiento contextual, creemos que es un hito aislado, original en sí mismo, sin raíces. Eso se arregla de un modo fácil no sólo poniendo a cada autor en su lugar, sino por medio de exposiciones que permiten realizar esa contextualización. Así, sabemos que Velázquez, Rubens, Rembrandt, Goya o Picasso tienen un contexto y nacen del mismo. Ahora mismo en el Museo Thyssen de Madrid se puede ver una magnífica exposición sobre Rembrandt y el retrato holandés de los S. XVI y XVII que nos aclara el panorama: Rembrandt tiene un punto de partida y un proceso de singularización dentro de una escuela pictórica excepcional, con autores que muchos, incluso los que hemos estudiado historia del arte, no conocíamos. 


En literatura, como en música, es más difícil hacer ese viaje. Pero si tienes suerte y de pronto cae en tus manos una obra como la que estoy reseñando, entiendes que muchos de los autores iberoamericanos que conocemos, la gran generación que se juntó en Barcelona, por ejemplo, con Vargas Llosa y García Márquez a la cabeza, tuvieron unos antecedentes claros, una tradición que muchas veces no nos ha llegado. Así, las historias que nos escriba Reynoso de un grupos de adolescentes y jovenzuelos de barrio limeño a principios de los 60, con sus alusiones a la prostitución homosexual, sus códigos de conducta, los olores, los ambientes, y la realidad tan poco folclórica, son una revelación de apenas 50 páginas. Esos chicos de pandilla, de billar y de cerveza, esos hombrecillos haciendo un viaje iniciático siniestro, son los mismos que luego nos deslumbraron en la obra de otros. Entonces "Matacabros" de Santiago Galarza se nos antoja un vigoroso homenaje, por no decir otra cosa más concreta (y delictiva), a "Los inocentes", con una salvedad: "Matacabros", publicado originalmente en 1996, no tiene hoy en día el más mínimo interés, ha envejecido desastrosamente mal pese a los intentos de recuperación, mientras que "Los inocentes", publicada en 1961, resiste hoy cualquier lectura, y cualquier análisis. 


Oswaldo Reynoso fue profesor, fue un prolífico autor, y tuvo miles de incidentes en su país debido a lo que la bienpensante sociedad peruana denominaba libertinaje u obscenidad literaria. Por razones políticas tuvo que exiliarse durante la dictadura de Morales Bermúdez, y eligió China para hacerlo. Marxista convencido, refugiarse en China no es, para mí, su mejor decisión, toda vez que su país, Perú, vivió la voraz violencia de Sendero Luminoso, el grupo guerrillero maoísta que dejó tras de sí centenares de miles de muertos y una sociedad destrozada. Pero bueno, eso son historias mías, él se mantuvo marxista hasta el final, lo que además chocaba con su condición homosexual, que habría significado su ruina en cualquier país comunista. Un mes después de su muerte fue publicada una foto en la que en pose de artista señorial luce junto a un modelo desnudo, tan parecido a los mestizos y cobrizos chicos de barrio que nos reveló en su luminosa literatura. Pidió que esa fotografía no viera la luz hasta su muerte: último pudor o última provocación. Eso debemos decidirlo nosotros. 


Si tienes la oportunidad, y este libro cae en tus manos, no dejes de leerlo. La edición revisada de "estruendo mudo" no es de especial calidad, tiene problemas tipográficos y de impresión, y se le han añadido una colección de fotos, que en el caso de un autor consagrado tiene más sentido que cuando lo hacen con autores nóveles o seminóveles; y algunos artículos sobre el autor y su obra escritos por diferentes intelectuales o personalidades relevantes peruanas, que a mí me han interesado menos por su irregularidad.