No es el día de hacer entradas para glosar lo sucedido en el Aeropuerto de Barajas. Los medios de comunicación ya se encargan de poner todo el morbo y decir las barbaridades que no se deben decir... A las tragedias nadie se acostumbra, y cuando tienes la desgracia de ser testigo, menos. En Tenerife, allá a lo lejos, viví muy pocas. En las grandes ciudades, aunque sólo sea por estadística, es más fácil vivirlas. Nunca me ha afectado una tragedia humana, tengo esa suerte. Como máximo he tenido tragedias privadas, pero, por ejemplo, los dos cataclismos climatológicos que viví en mi isla no me causar más daño que ligerísimos problemas materiales... No conozco a nadie que haya tenido que ver con las grandes tragedias de nuestros tiempos, es la suerte que tengo.
Pero, por desgracia, he vivio en Madrid, a lo largo de los años, tres cataclismos, y siempre la ciudad se ha comportado de la misma forma. El primero fue el atentado que le costó las piernas a Irene Villa y a su madre, aparte de varios muertos. El segundo fue el atentado de la T4 que acabó para todos menos para el Presidente del Gobierno con el Proceso de Paz. Y ahora, me ha tocado, ya como residente cercano, el accidente aéreo de ayer. Se da la circunstancia de que, además, el avión siniestrado iba hacia mi tierra... Pero por ahora parece que nadie conocido iba en él. No es consuelo, para las familias de las 153 víctimas cuyo goteo, morbosa y sádicamente, fue dando ayer la Cadena Ser (qué Ventana más execrable).
Ayer estaba en Madrid, fui de visita, a pasear por el Prado y al cine. Allí me pilló el desarrollo de la noticia. Y sucedió lo mismo que en las otras dos ocasiones: el silencio. Un silencio pesado, estóico, triste y frío, con el que la ciudad responde a la tragedia. Un silencio respetuoso, solidario, español en el sentido que Felipe II quiso dar a la palabra, parco, sereno, contenido, sin excesos. Pasaba por las calles, tristemente calmas por estar agostando, pasaba en los museos, pasaba en el metro, donde sólo se escuchaba el ruído mismo de la máquina, ni una conversación. Yo soy un sociólogo de metro y por ende, de pacotilla, suelo fijarme mucho en lo que sucede en los vagones, y ayer me sorprendió ese silencio sepulcral. Las caras serias, la mirada triste pero firme. Una ciudad que se acostumbra a que le sucedan cosas, y responde con admirable serenidad y con solidaridad. Todos querían saber, todos querían ayudar, pero sin expresarlo a viva voz. Madrid es estóica, Madrid se duele, Madrid se cae y se levanta, pero siempre sin ruido, siempre valerosa, siempre en el lugar donde todos debemos estar. Ayer, Madrid, fue nuestra casa, como siempre, pero más que nunca. La casa, también, de mi tierra, a la que quiero mandar un guiño, y no puedo dejar de recordar pues tantas familias sufren hoy en la isla en la que he vivido algunas de mis mejores experiencias vitales, Gran Canaria.
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