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lunes, 9 de noviembre de 2009

Lulú, de Alban Berg, en el Teatro Real.

Me ha costado mucho decidirme a escribir esta reseña de la ópera Lulú, de Alban Berg, a la que tuve la suerte de poder asistir hace poco más de dos semanas. Me ha costado porque la representación, en el Teatro Real, ha sido más que polémica. El primer día, abandonaron el teatro dos tercios del público, y algunos de los que se quedaron mostraron su desagrado por medio de abucheos, sobre todo a la producción. El día que yo fui, también hubo desersiones, y al final estábamos poco más de la mitad de los que habíamos ido, con lo cual pude ver el segundo y el tercer acto cómodamente sentado en una butaca de visibilidad plena.Fui a la representación con miedo, lo que se leía en los periódicos era apabullante, en cuanto a las reacciones del público, algunos amigos queridos me habían hablado bien de la ópera pero regular del montaje, y no me metí en los foros porque posiblemente supuraban hiel. Asustado porque esperaba una música muy extrema (conocía Wozzeck y la verdad no me parecía tampoco una música en exceso extravagante, y lo que había escuchado de Lulú me había interesado mucho), unos cantantes desastrosos y una puesta en escena horrible. Vamos, que era como para ir asustado, ante la fuerte presión crítica a la que los aficionados habíamos estado sometidos. Pero... obró el milagro de la buena música y de lo bien hecho. Lulú es, sin género de dudas, una de las grandes óperas de la historia, y si me hicieran hacer esa celebérrima lista de cinco óperas que llevaría conmigo a una isla desierta o salvaría del desastre, sería una de ellas sin duda, con Tristan und Isolde de Wagner y alguna más que por ahora me reservo. Musicalmente es de un gran lirismo en muchas de sus partes, y el ideal dodecafónico no es sinónimo ni de extravagancia ni de atonalidad ni de disonancia. En el Teatro Real se han escuchado óperas más duras, como el Caso Makropulos, sin ir más lejos, y el público lo ha recibido con entusiasmo. Y dentro de un mes viene Jenufa, que musicalmente también me parece mucho más árida. Pero Janajeck, como dice una amiga mía, está de moda, en toda Europa, y parece que hay que disfrutarlo Tampoco es libreto es atroz, todo lo contrario, tiene coherencia, es poético (salvo los versos finales de la Condesa Geschwitz, cuando dice voy a regresar a Alemania, me matricularé en la Universidad para estudiar jurisprudencia y defender los derechos de las mujeres, que no sé a quién se le ocurre hacer cantar eso, en alemán, a una mezzosoprano), y en absoluto es ininteligible o difícil de seguir, y ahí vuelvo a poner el ejemplo de El Caso Makropulos, que es casi imposible y extremadamente lioso.Entonces ¿qué pasó? Pues no lo sé. Hay quien dice que a los que nos gusta eso ópera es que somos unos snobs, pero yo empiezo a pensar que es al contrario. No hay nada en Lulú que justifique esa reacción del público, salvo el hecho de querer mostrar el desagrado por una temporada que no les gusta, pues en el Real el público hace tiempo que quiere ser el que manda sin contemplaciones. Pero esta vez creo que han pinchado en hueso, y a las pruebas de Janajeck me remito. Un teatro público no sólo puede, sino que debe, es su obligación, presentar obras poco conocidas para el público y fomentar la composición contemporánea. Aunque, todo hay que decirlo, para quienes han cacareado sobre la contemporaneidad de Lulú, quiero recordar que fue compuesta en 1935, sólo siete años después de la Turandot de Puccini, que queda desde el punto de vista musical y artístico a años luz, hacia atrás, de esta estupenda historia. Una obra con 72 años es de todo menos contemporánea. Tengo la sospecha, cada vez más comprobada, que el desagrado ante Lulú, la manera de mostrarlo, y la mala educación de algunos (a mi lado había un señor que tuvo las santas narices de esperar a que empezara el segundo acto para a los 3 minutos de comenzado levantarse con aspavientos y ruidosamente y abandonar el teatro) estaba orquestado desde hacía meses. El público del Real, aparte de frío, es extremadamente conservador en sus planteamientos, pequeño burgués a ratos, y muy maleable. Pero si no se fueron en algo tan duro como Makropulos, aguantaron como campeones la horripilante representación del Trionfo del tempo e del disengagno o tremendos bodrios como los de Martín y Soler, no hay razón, repito, salvo un orquestado interés por imponer un criterio, para que abandonaran y protestaran por esta ópera. Espero que la administración del Real no se deje intimidar y siga ofreciéndonos oportunidades como esta, porque yo, personalmente, de Aida o La Boheme estoy cansado.Agneta Eichenholz, soprano, hizo la parte principal, y si bien tiene problemas con el agudo, especialmente abierto, lo hizo estupendamente y cargó con todo el peso de una dificilísima representación, hasta recibir los más encendidos vitoreos del público. Me sorprendió, también, el lirismo y falta de peso de las voces que son necesarias para esta obra, más cercanas a Rossini o Donizetti que a otra cosa (Alfredo Kraus pudo cantar esta ópera sin duda alguna). Muy intensa Jennifer Larmore, mezzosoprano, en el papel de la Condesa, metida en el papel con intensidad y demostrando un nivel vocal de primerísimo nivel. No cabe decir lo mismo de la parte masculina, pues salvo el Dr. Schon, interpretado por Gerd Grochowski, el resto del elenco desmereció bastante, y hubo partes que simplemente no podían cantar.La producción, firmada a medias con el Covent Garden, estaba a cargo de Christof Loy, y la escenografia era de Herbert Murauer. ¿Qué quieres que te diga? A mí me gustó. Hay un problema, el Teatro Real no es un buen teatro, y como estés un poco lejos te pierdes todos los detalles. El minimalismo impuesto, apenas una pared de cristal y una silla, en tonos blancos y negros todo lo demás, hacía bien su función, porque cuando una obra es tan buena, no necesita mucho más. Pero era una producción pensada: recuerdo especialmente la escena del suicidio del Pintor, encerrado en un cuadro de luz; o muy especialmente la escena en la que Lulú obliga al Dr. Schon a escribir una carta de renuncia al compromiso para su prometida: ella dicta las palabras, él escribe, pero como no hay papel, ni lapiz, simplemente, con mímica y una vocalización exagerada, el Dr. Schon repite, inaudiblemente por supuesto, y una décima de segundo por detrás, una a una esas palabras. Emocionante. Y por supuesto la presencia del retrato de Lulú, guiño a Dorian Grey, en forma de haz de luz circular... Que los personajes finales, clientes de la Lulú prostituta, recuerden a sus diversos maridos y aparezcan incluso vestidos como aquellos en el momento de morir, me pareció de una gran inteligencia. Se le podrán achacar cosas, pero no que no fue una producción pensada, masticada, y discutida. Realmente a mí, que iba preparado para lo contrario, me gustó, y mucho.La orquesta del Real estuvo impecable, hacía tiempo que no la escuchaba con tal nivel de excelencia. El director, Eliahu Inbal, estuvo magnífico, dejó fluir el sonido, olvidó el metrónomo, y dio aire, vigor, a los músicos. Es curioso, las dos últimas veces que he estado en el Real la orquesta ha sonado bien, y ninguna de esas dos veces estaba López Cobos a la batuta. No sé si me explico, y por si acaso lo aclaro: López Cobos ha sido un buen director que en Real sólo ha vagueado y no ha hecho bien su trabajo, porque si la tropa no funciona cuando tú la diriges, pero suena a gloria cuando la dirigen otros, hay que mirar al general, y no a los chusqueros.

Es una de las ocasiones en las que más he disfrutado de una representación en el Teatro Real, y los aplausos finales fueron merecidos para todos los participantes en ella.

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