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domingo, 28 de junio de 2015

Rogier van der Weyden en el Museo del Prado. El padre de la pintura.


Antes de empezar una anécdota personal. Yo era un jovencísimo historiador del arte de visita en Madrid en julio de 1993. Decidí ir al Museo del Prado, que había recorrido entero por primera y única vez en febrero de 1989. En esa primera visita, no había podido contemplar el Descendimiento, de Rogier van der Weyden; y debo decir que tampoco podría haberle sacado demasiado partido: apenas estaba empezando la carrera, no era más que un niño con interés en el arte, e ínfulas, pero sin conocimiento ni sensibilidad. Aunque yo creía que de ambos tenía a raudales. En la segunda visita me encontré de pronto, en una sala, con ese maravilloso cuadro, y he de reconocer que fue un flechazo. Estuve ante él más de 50 minutos, lo recuerdo bien, porque, licenciado y todo, historiador en ciernes y todo, no recordaba haber pasado nunca más de 5 o 10 minutos ante una obra de arte. La tabla estaba recién restaurada, y me subyugó. Todavía hoy me apasiona.
Leí mucho, entonces, de van der Weyden, y se convirtió en uno de mis pintores predilectos. Hoy estoy ya lejos de ser un historiador del arte, lo dejé hace más de 10 años. Ahora soy un profesor de secundaria, y mi labor es docente. Dejé de investigar, que no de aprender o estudiar. Pero sigo guardando un cierto ojo clínico con van der Weyden: reconozco sus cuadros en cuanto los veo, aún sin saber nada, ni leer las cartelas. La primera vez que me di cuenta fue en el Museo Thyssen. Luego ha pasado en más ocasiones. Es el único pintor que reconozco sin género de dudas. Es curioso que me siga sucediendo años después de dejar de ser un historiador del arte, y más aún cuando realmente a lo que dediqué toda mi vida como investigador fue al patrimonio y a la arquitectura.


Espero siempre el momento en que, en el temario de Historia del Arte de 2º de bachillerato, llegan los primitivos flamencos, que en dicha programación apenas ocupa un pequeño espacio que yo dilato todo lo posible. Y cuando aparece el Descendimiento pienso "aquí empieza el temario de verdad", lo cual es una boutade. Intento que mis alumnos lleguen a emocionarse con Rogier van der Weyden como me emociono yo. A veces lo consigo. Tengo que pelear conmigo mismo para no ponérselo sistemáticamente en los exámenes. Por eso, como comprenderás, descubrir que el Prado le dedicaba una exposición fue realmente excitante para mí. Visitarla ha sido arrasador. No he podido durante horas dejar de pensar en todo lo que he visto. En la auténtica dimensión que Rogier van der Weyden tiene para la pintura universal y en el puesto que debe ocupar. Muchísimo más importante de lo que yo incluso sabía o pensaba.


La muestra nos daba la ocasión de ver los tres grandes cuadros de Rogier van der Weyden juntos. Hay otros, claro, pero sucede que de todo el catálogo atribuido con mejor o peor fortuna al genio de Tournai, lo cierto es que sólo 3 tablas están perfectamente documentadas y certificadas como suyas. Y las tres estaban en la exposición: el ya referido Descendimiento, obra maestra del Museo del Prado, el Tríptico de Miraflores, que vuelve a España, aunque sólo sea de visita; y el Calvario del Monasterio de San Lorenzo del Escorial. Por primera vez en una pinacoteca se reunían estas tres enormes piezas, que además contaba con la presencia del Tríptico de los siete sacramentos y la  Virgen Durán, dos pinturas de enorme valor. Igualmente un retrato de Isabel de Portugal, una iluminación para un manuscrito, algunas obras de taller y un tapiz posiblemente diseñado por él. Para ayudarnos a entender la labor del flamenco como productor de repertorio, como artista fundamental, varias obras de pintores notables que muestran la huella que dejó en el arte europeo, como Juan de Flandes (el único cuya copia resiste la comparación con el original), Egas Cueman o el Maestro de don Álvaro de Luna. Además dibujos y bocetos de otros autores sobre la obra de van der Weyden. Y algunas esculturas.
Virgen Durán
No voy a hacer una análisis de la obra de Rogier van der Weyden. Si pones su nombre en Google recibirás más y mejor información de la que yo puedo darte. Te comento sólo algunas ideas que me han quedado claras al ver la muestra. Creo que van der Weyden es uno de los primeros pintores de los que tenemos noticias que era consciente de su propia identidad artística y que creyó en la necesidad de generar un discurso estético. Lo hizo a través de unas constantes. Primero, el diálogo con la escultura. Sus personajes en numerosas ocasiones parecen realmente representaciones de esculturas. Aparte de las decenas que, en los marcos arquitectónicos por ejemplo, son realmente eso. Es curioso que en esa frontera en la que siempre se mueve es donde finalmente consigue generar un discurso propio e identitario para la pintura.
El Descendimiento.
La segunda constante de Rogier van der Weyden es que le interesa el realismo, pero la verosimilitud, o la veracidad, le importan muy poco. Es un pintor que tuvo perfectamente claro que podía representar la realidad con todo lujo de detalle, pero que no tenía por qué hacerlo. Me recordó al Picasso que con 16 años ya podía pintar usando todos los elementos propios de la historia de la pintura figurativa y se lanza a buscar otros caminos porque en caso contrario... ¿hacer una y otra vez eso el resto de su vida? La realidad, y su plasmación, no tiene secretos para Rogier van der Weyden desde muy temprana edad. Su técnica es impecable. Y llegado ahí ¿ahora qué? Pues hacer de cada obra un avance personal y universal.

Tríptico de Miraflores
La tercera constante evidente es su obsesión por la geometría euclidiana y por la proporción. Sus obras son compositivamente perfectas. Es más, en el Calvario la cuadrícula que se forma con el telón rojo de fondo no es más que 8:5 el número áureo. No hay más que ver, además, el Tríptico de los siete sacramentos y darse cuenta de la especial atención a la perspectiva de cada una de las tablas y su relación entre sí. Atentos porque es perceptiblemente distinta al resto de representaciones.
Tríptico de los Siete Sacramentos
La cuarta constante es la perfección técnica. Es increíble como es capaz de plasmar con tanta perfección la influencia de la luz en los tejidos, los materiales, las superficies y la vegetación. Esos brocados hermosísimos que cambian de iridiscencia según la luz incide en ellos. Esas lágrimas que cruzan los rostros con la perfección de su transparencia. Las gotas de sangre, a veces imperceptibles, que brillan con una ligerísima pincelada blanca.  La tridimensionalidad de los objetos. Los detalles de una vidriera en lo alto de una iglesia. La puerta entreabierta de una catedral por la que se ve (en un espacio de poco más de dos centímetros de ancho) no sólo las casas en la lejanía sino a los mendigos que piden limosna en la entrada. La pregunta, que siglos después se harán otros pintores es ¿para qué?. Pues para convertir un cuadro en un enigma, una caja de secretos que una vez abierta esconde otra en su interior, y así sucesivamente y hasta el infinito. En van der Weyden nada es obvio, nada es casual, todo tiene un sentido. Dirige la mirada del espectador, obligándolo a ir del todo al detalle. Regodeándose en su brillantez técnica, pero sin futilidad. El magistral nivel de detallismo no deviene en el cómo y el por qué. Cumple una función importantísima. Detallismo con el que cuida incluso que los modelos para la Virgen, San Juan o el propio Cristo sean siempre los mismos. No cambian ni de apariencia, ni de atuendo, ni de actitud. Pero ni el detallismo es frío ni la forma es la clave del pintor. En esta pequeña exposición pudimos ver, por ejemplo, un catálogo de la expresión del dolor. Sólo en el Descendimiento cada personaje se enfrenta al mismo de un modo diferente y singularizado. En el resto de las obras, encontramos esa expresión de sentimientos infinitamente matizada. A Rogier van der Weyden le interesaba el drama, tanto como la forma.

El Calvario
Aunque hay más constantes, me detendré en una quinta: La simbología, inmensa y difícil, de su obra. Juega con el espectador y lo obliga a un esfuerzo visual e intelectual, como en los marcos del Tríptico de Miraflores, que poseen un programa iconográfico que se lee en dirección contraria a las agujas del reloj y desde el centro de la representación. Sus obras son complejas, incluso las más evidentes como el Calvario. ¿Qué es ese telón rojo?¿Son personajes reales?¿Por qué los mantos de la Virgen y de San Juan son blancos?¿Qué significa la grieta al pie de la cruz?¿Qué significan las lágrimas de Cristo? En fin: ¿Qué me enseña, qué me cuenta, qué hay ahí? La potencia simbólica es tan fuerte que uno acaba por entender otras cosas, y por ejemplo El Bosco deja de ser extravagante.

Isabel de Portugal
A partir de ahí surge todo su discurso pictórico y estético. Y triunfa, vaya si lo hace. Un rastro legible y clarísimo que sigue la estela de van der Weyden recorre toda Europa mucho antes de su fallecimiento. Desde Flandes hasta la Península Ibérica, Francia, centroeuropa, hasta la propia Italia. La sombra del pintor, como sucede con Van Eyck, invade el Viejo Continente. Lo vamos a ver directa o indirectamente relacionado con multitud de obras y autores. Hasta en Durero. Todo ello convierte a Rogier van der Weyden en uno de los padres de la pintura como escribí más arriba. Porque generó repertorio visual y creó una iconografía propia, como los crucificados de brazos muy extendidos, con poco ángulo con respecto a la cruz, y de tronco ensanchado por el esfuerzo físico que supone esa forma de martirio.  


La exposición es todo eso, y más. Uno no puede por menos que echar de menos una serie de gestos que habrían dado, si cabe, más contenido. Hay unos cuantos cuadros que me hubiera gustado ver enfrentados a Rogier van der Weyden, como la Anunciación de Fra Angelico. O alguna obra de Van Eyck. También habría sido interesante que no hubieran optado por la parquedad: frente al exceso de explicaciones de otras muestras, los comisarios de ésta han decidido sólo bosquejar ideas y que el espectador reflexione por sí mismo. Así, la relación de van der Weyden y la escultura se afirma, pero no se desarrolla. Creo que deciden centrarse más en el concepto mismo de realidad. Por otro lado, lo comprendo. Es una exposición pequeña pero cada cuadro merece y necesita de un gran esfuerzo. Si la exposición hubiera introducido más piezas, o más niveles de reflexión, verla habría sido cosa de horas. Ya es muy intensa en sí misma como para complicarlo más.



Por último, la muestra también sirve para difundir una restauración, la del Calvario. Se presenta con un video que describe el arduo oficio del restaurador, y que nos sirve para entender que una obra reintegrada lo más fielmente posible a su estado original permite una lectura  completa que de otra forma se pierde. ¿Cuántos de nosotros no habíamos visto esa enorme tabla en El Escorial con una inmensa grieta central, descoloramiento, manchas, pérdidas de pintura..? Con la restauración, esta obra ha pasado de ser "un notable cuadro de Rogier van der Weyden" a una de las obras maestras más complejas y geniales de la historia de la pintura. El taller de restauración del Museo del Prado nos ha devuelto, así, la grandeza renovada del que voy a calificar, posiblemente con mucha hipérbole, el primer pintor moderno de la historia. Ex aqueo con Giotto, mi otro viejo amor de juventud.

1 comentario:

Nacho Vega dijo...

Canastos, Uge. Esta crónica llega más de tres semanas tarde. Si la llego a leer antes de visitar la exposición, la hubiese visto con otros ojos. Y la hubiera disfrutado muchísimo más.

Gracias por la entrada, profe. Un gusto leerla.

Cuidate.

Nacho.