Asistí a la representación del domingo 21 de “Rigoletto” en el Teatro Real de Madrid. No había leído una sola palabra sobre esta representación, si digna de leer, ni indigna, porque me apetecía enfrentarme a todo ello un poco “virgen”, sin prejuicios. Hoy me he atrevido a mirar no sólo las críticas especializadas, sino también he echado un vistazo por los foros, y me he encontrado cosas muy irregulares. Parece que no es un “Rigoletto” que pasará a la historia, en eso estoy de acuerdo, lo cierto es que parece que en general también ha habido enormes diferencias entre los diferentes días de representación.
Personalmente, la dirección de escena de Monique Wagemakers y la escenografía de Michael Levine, salvo algún elemento discutible, me gustó y me convenció, por su aparente sencillez, por su división en planos, e incluso por su frialdad, que contrastaba con el dramatismo de todo lo que sucedía a mi alrededor. Conmigo en el teatro varias personas que no habían ido jamás a una ópera, y todos salieron bastante contentos con la puesta en escena, quizás debería ser un elemento que muchos habrían de tener en cuenta antes de criticar, por criticar, cualquier cosa que huela a nuevo o cualquier escenografía que no pase por cumplir a la rajatabla lo que un señor de hace siglo y medio puso en un libreto. Al menos cuatro personas, no habituales de un teatro de ópera, disfrutaron con la función entre otras cosas gracias a la puesta en escena, y quizás se animen a regresar. Eso es mucho más que desempolvar a la abuela (la abuela es Maria Callas, of course). A mí, a estas alturas, nadie me convence de que las cosas, en el arte, como en cualquier otro aspecto de la vida, no evolucionan, y desde luego con un título como el que yo tengo colgado en la pared de mi casa, nadie me dice que incluso para la belleza hay cánones. Y como sé que los papanatas me leen ávidamente, pues ahí queda eso, pongamos más leña a la pira donde quieren quemarme, que ya me buscaré yo el traje ignífugo.
Una de las cosas que más agradecí de la escenografía es que su posición en planos las más veces superiores a la línea del escenario permitía que aquellos que teníamos entradas de baja visibilidad viéramos bien, parece mentira de las tonterías con las que se contenta uno en el Teatro Real. Me gustaron mucho los figurines, los colores escogidos, y en general el movimiento que se generaba sobre el escenario, con sus ritmos y sus cadencias. La presencia del coro durante toda la tortuosa escena final, como convidados de piedra de una conciencia colectiva que semejaba una asfixiante presión social, era inquietante en todo momento. Acechan desde la oscuridad, desde la tormenta, en la bruma, siempre acechan, parece querernos decir Wagemakers. ¿Quiénes? Cada uno tendrá su respuesta. Lo peor, como siempre, la orquesta. No tiene suerte esta formación, porque salvo raras ocasiones, siempre está bajo batutas que son o han devenido en mediocres. En este caso, Roberto Abbado, con tempi muy extraños y extravagantes, y un sentido del volumen a veces más que discutible. Ciertos desbarajustes en algunas escenas, y pocos, por no decir ninguno, momentos recordables. Roberto Abbado, no confundir nunca con Carlo, por favor, no supo mantener la tensión, y su dirección fue errática, estuvo perdida, y, sobre todo, actuaba más como el enemigo de los cantantes que como su apoyo. López Cobos ha tenido años para intentar solucionar esto, pero no ha querido ni ha tenido la más mínima intención. A ver si un nuevo director musical del Real logra obtener mejores resultados. Cuando la soldadesca no funciona, miren hacia los generales, suele ser el mejor lugar donde encontrar al culpable. Con batutas plúmbeas o gastadas, esto no se arregla. El Coro Intermezzo, traído para la ocasión, estuvo simplemente en la línea del oficio, sin más, mejor a veces, regularcillo otras, pero también le falto cierta garra, cierto mordiente, acobardados a veces con el enorme volumen orquestal y las alucinaciones de Roberto Abbado. No diré que estuvieron mal, porque no lo creo, pero desde luego para un resultado así no hacía falta traer un coro de fuera. Vale que el coro del Real no es ninguna maravilla, pero cuando prescindamos de su mediocridad, que sea para obtener un resultado más espectacular. Eso sí, escénicamente supieron estar a la altura, y ayudaron mucho a clarificar la acción.
Personalmente, la dirección de escena de Monique Wagemakers y la escenografía de Michael Levine, salvo algún elemento discutible, me gustó y me convenció, por su aparente sencillez, por su división en planos, e incluso por su frialdad, que contrastaba con el dramatismo de todo lo que sucedía a mi alrededor. Conmigo en el teatro varias personas que no habían ido jamás a una ópera, y todos salieron bastante contentos con la puesta en escena, quizás debería ser un elemento que muchos habrían de tener en cuenta antes de criticar, por criticar, cualquier cosa que huela a nuevo o cualquier escenografía que no pase por cumplir a la rajatabla lo que un señor de hace siglo y medio puso en un libreto. Al menos cuatro personas, no habituales de un teatro de ópera, disfrutaron con la función entre otras cosas gracias a la puesta en escena, y quizás se animen a regresar. Eso es mucho más que desempolvar a la abuela (la abuela es Maria Callas, of course). A mí, a estas alturas, nadie me convence de que las cosas, en el arte, como en cualquier otro aspecto de la vida, no evolucionan, y desde luego con un título como el que yo tengo colgado en la pared de mi casa, nadie me dice que incluso para la belleza hay cánones. Y como sé que los papanatas me leen ávidamente, pues ahí queda eso, pongamos más leña a la pira donde quieren quemarme, que ya me buscaré yo el traje ignífugo.
Una de las cosas que más agradecí de la escenografía es que su posición en planos las más veces superiores a la línea del escenario permitía que aquellos que teníamos entradas de baja visibilidad viéramos bien, parece mentira de las tonterías con las que se contenta uno en el Teatro Real. Me gustaron mucho los figurines, los colores escogidos, y en general el movimiento que se generaba sobre el escenario, con sus ritmos y sus cadencias. La presencia del coro durante toda la tortuosa escena final, como convidados de piedra de una conciencia colectiva que semejaba una asfixiante presión social, era inquietante en todo momento. Acechan desde la oscuridad, desde la tormenta, en la bruma, siempre acechan, parece querernos decir Wagemakers. ¿Quiénes? Cada uno tendrá su respuesta. Lo peor, como siempre, la orquesta. No tiene suerte esta formación, porque salvo raras ocasiones, siempre está bajo batutas que son o han devenido en mediocres. En este caso, Roberto Abbado, con tempi muy extraños y extravagantes, y un sentido del volumen a veces más que discutible. Ciertos desbarajustes en algunas escenas, y pocos, por no decir ninguno, momentos recordables. Roberto Abbado, no confundir nunca con Carlo, por favor, no supo mantener la tensión, y su dirección fue errática, estuvo perdida, y, sobre todo, actuaba más como el enemigo de los cantantes que como su apoyo. López Cobos ha tenido años para intentar solucionar esto, pero no ha querido ni ha tenido la más mínima intención. A ver si un nuevo director musical del Real logra obtener mejores resultados. Cuando la soldadesca no funciona, miren hacia los generales, suele ser el mejor lugar donde encontrar al culpable. Con batutas plúmbeas o gastadas, esto no se arregla. El Coro Intermezzo, traído para la ocasión, estuvo simplemente en la línea del oficio, sin más, mejor a veces, regularcillo otras, pero también le falto cierta garra, cierto mordiente, acobardados a veces con el enorme volumen orquestal y las alucinaciones de Roberto Abbado. No diré que estuvieron mal, porque no lo creo, pero desde luego para un resultado así no hacía falta traer un coro de fuera. Vale que el coro del Real no es ninguna maravilla, pero cuando prescindamos de su mediocridad, que sea para obtener un resultado más espectacular. Eso sí, escénicamente supieron estar a la altura, y ayudaron mucho a clarificar la acción.
De los cantantes… No fue una noche redonda, aunque tampoco fue lamentable. No todas las noches de ópera son espectaculares, ni todos los cantantes están siempre bien, pero tampoco fue una noche para la indignación. Ahora la moda es decir, por cierto, que el público aplaude inmerecidamente. Es una manera de decir “esta panda de borregos sabe tan poco con respecto a mis grandes conocimientos que aplauden por aplaudir porque no tienen ni idea”… ¿Cuándo aprenderá la contumacia papanatas que los demás tienen derecho a disfrutar, aplaudir, aceptar, valorar, y sobre todo apreciar o depreciar lo que les da la gana?
Yo braveé a Mariola Cantarelo, la Gilda de la noche, porque se llevó el gato al agua. ¿Con algunos trucos? Sí, con los que se sabe de su formación como belcantista (como sus ilustres abuelas, ni más ni menos). ¿A veces abusando de los filados? Bueno, el término no creo que sea abusar, pero sí regodearse en ello… Pues yo lo agradecí por la delicadeza que imprimía a su interpretación frente a la frialdad de Ciofi o la inadecuación de Mula, otras ilustres a las que he visto en el papel. Espléndida en su actuación, con una lectura muy intensa de un personaje tan pobre desde el punto de vista psicológico. Arrolló al Duca en su dúo de amor, el “Caro nome”, de una lentitud asfixiante, fue realmente bonito, y ella supo mantener el tempo tan exasperante que le imponía Roberto Abbado desde el foso. Brilló especialmente al final del segundo acto (un servidor exclamó “¡hostias!” al oír notas tan bien proyectadas y con tal caudal de potencia). Pero vamos a ver, ¿esto de qué va? De ir al teatro, disfrutar, y pasarlo bien, ¿no? Pues Cantarero lo consiguió. “Con qué poco os contentáis” dirá la contumacia papanatas. Pues sí, con una diferencia, yo salí contento. Mariola Cantarero, anoche, dibujó una grandísima Gilda, y puso toda su belleza vocal, su técnica, sus trucos, y su fraseo inmaculado, para que disfrutáramos. Es una gran profesional y una excelente cantante.
“Maddalena” es el otro gran personaje femenino de esta ópera, aquí interpretado por Nino [sic] Surguladze, mezzo georgiana, muy mona y con buena figura, pero como casi no le escuchábamos nada, pues vocalmente poco se puede hablar de ella, muy floja para un personaje de cierto peso dentro de esta ópera, que tiene que participar en el magnífico cuarteto “Bella figlia del’amore”. Ahí supo solucionar el asunto con oficio, poco más.
Esperaba mucho más de Josep Bros como Duque de Mantua. Demasiado contenido al comienzo, muy irregular en su dúo con Cantarero, una “La Dona è mobile” perfectamente olvidable… Mejoró hacia el final, pero un tenor con su belleza vocal debería escoger mejor sus roles, y yo francamente creo que el Duca no acaba de perfilarlo.
“Maddalena” es el otro gran personaje femenino de esta ópera, aquí interpretado por Nino [sic] Surguladze, mezzo georgiana, muy mona y con buena figura, pero como casi no le escuchábamos nada, pues vocalmente poco se puede hablar de ella, muy floja para un personaje de cierto peso dentro de esta ópera, que tiene que participar en el magnífico cuarteto “Bella figlia del’amore”. Ahí supo solucionar el asunto con oficio, poco más.
Esperaba mucho más de Josep Bros como Duque de Mantua. Demasiado contenido al comienzo, muy irregular en su dúo con Cantarero, una “La Dona è mobile” perfectamente olvidable… Mejoró hacia el final, pero un tenor con su belleza vocal debería escoger mejor sus roles, y yo francamente creo que el Duca no acaba de perfilarlo.
Acabaré con Roberto Frontali, en el rol de Rigoletto, diciendo que su momento culminante, “Cortiggiani, vil razza…” fue absolutamente decepcionante, y su interpretación extremadamente irregular, por momentos fría, y no logró convencerme siquiera en el final. Muy comedido dramáticamente, prefiriendo uno cantantes que vivan más el personaje y lo doten de un mayor contenido, en lo vocal tampoco estuvo especialmente fino, porque aunque las posibilidades estaban ahí, muchas veces la partitura, y acaso la orquesta, parecían tenerlo acobardado. Pese a todo, se pudo disfrutar de este Rigoletto, puesto que pese a los errores y lo francamente mejorable, es una obra maravillosa que logra reponerse, incluso, a los desastres más absolutos. Yo la recomendaría, aunque no pasará a los anales del Real, que este año, con Verdi, ganó sólo con “Un Baile de Máscaras”.