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domingo, 20 de abril de 2014

De libros (y de amistades): Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino.

A veces quedan libros en la estantería que, por la razón que sea, languidecen porque te has olvidado de ellos. Un amigo íntimo me regaló en diciembre de 2002 el libro que voy a reseñar, como celebración de nuestro primer año de amistad. Posiblemente por tener muchos libros pendientes, en un mes lleno de compromisos vitales y profesionales, el libro fue guardado y quedó en una estantería. Luego pasó por tres mudanzas, donde volvió a quedar relegado. Posiblemente primero sucedió que pensé que lo había leído. Luego incluso olvidé que lo tenía. El amigo que me lo regaló, uno de los mejores, no me lo tendrá en cuenta, nos conocemos lo suficiente como para saber que no hubo ninguna otra razón que las expresadas.
 
Hace unos meses leí la última novela de Mario Vargas Llosa (la reseñaré, es una gran obra), y en ella uno de los personajes reflexionaba sobre diversos aspectos de la vida y el acto creativo, citando de fondo el ensayo de Italo Calvino "Seis propuestas para el próximo milenio". Entonces se encendió una luz en mi memoria. Yo tengo ese libro, me dije, creo que lo leí, pero no recuerdo nada de él. Así que lo busqué, y efectivamente, en el lugar adecuado al apellido del autor, allí estaba. Claro que lo recordé, y no, no lo he leído pensé cuando lo tuve en mis manos. Entonces lo abrí. Había una dedicatoria,: "Chuang Tzu dibujó un cangrejo... ¿Qué haremos nosotros en los próximos diez años? Esperemos que sea bello... (ni rico [?] ni leches)". Me emocionó. Han pasado doce años, amigo mío, y mira que hemos vivido cosas. Pero aquí seguimos los dos, amigos después de tantas cosas. No recuerdo una sola vez que nos hayamos enfadado el uno con el otro. Tu dedicatoria, además, resultó predictiva respecto al libro, como descubrirás algo más abajo.
Por supuesto, leí el ensayo. Tenía dos elementos de interés añadido: confío enormemente en la capacidad intelectual de mi amigo, y además causó honda impresión a uno de los grandes escritores del último tercio del S. XX y principios del S. XXI. Un libro publicado en 1988, que debemos entender como "póstumo", y que analiza cómo deberá ser la literatura del segundo milenio. Ahí es nada. Realmente concebido como un conjunto de seis conferencias que Italo Calvino debió haber dictado en la Universidad de Harvard, dentro de la Cátedra "Charles Eliot Norton Poetry Lectures" que fue invitado a ocupar en el curso 1985 - 1986, el primer italiano que recibía tal encargo. Esta Cátedra tiene como peculiaridad que cada año es ocupada por un gran creador e intelectual (entre otros Stravinsky, Borges, Octavio Paz, Panofsky, Hindemit, Baremboin... y sólo un española: Jorge Guillén), que debe elegir un tema y desarrollarlo en seis sesiones. Casi todas ellas han sido publicadas, desde 1926 en adelante.
 
Pero Italo Calvino falleció una semana antes de trasladarse a Harvard, y nunca llegó a escribir la última conferencia, que había decidido completar durante su estancia en la Universidad. Sin embargo, las otros cinco, inmaculadamente mecanografiadas y archivadas, fueron encontradas intactas, y a decir de Esther Calvino y de otros grandes estudiosos del autor italiano, lo más probable es que las hubiera publicado tal cual se encontraron, con pocas correcciones. Cada una lleva como conciso título una característica que para Italo Calvino ha de tener la literatura del S. XXI: Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad. Por supuesto, el contenido de las mismas desarrolla cada concepto. La sexta sabemos que debería titularse "Consistency", que en español puede traducirse como Consistencia, pero también como Consecuencia e incluso como "Lista de componentes"; así que si los editores de la obra no se atreven a traducir el concepto, yo tampoco lo voy a hacer. Calvino emplea en cada conferencia diversos ejemplos de la historia de la literatura para reforzar sus ideas: Ovidio, Bocaccio, Cavalcanti, Gadda, Musil, Mann, Borges... De las notas que dejó, se sabe que esta última conferencia iba a emplear, entre otros, a Melville, y en concreto a su obra Bartleby. A partir de la edición de 1998, se añadió una conferencia que se encontró entre sus papeles ocho años después de la muerte del escritor, "El arte de empezar y el arte de acabar". Al parecer, Calvino había dicho que tenía material para escribir ocho conferencias, pero la cátedra le exigía cerrar el tema en seis. Incluso llegó a decir que había escrito una más que nunca se encontró y que quizás sea esta, aunque Esther Calvino no se atreve a afirmarlo. Sea lo que sea, está perfectamente encajada en el conjunto, aunque no tenga el acabado perfecto de sus cinco compañeras de edición.
 
No voy a desarrollar cada capítulo, imagino que de una obra editada en 1988 debe haber decenas de reseñas, críticas, reflexiones e incluso ensayos que expliquen mucho mejor que yo cada uno de los contenidos, con los que me he sentido muy identificado como escritor (incluso para reconocer mis defectos, caso de Rapidez). Sólo quiero decir que me parece un libro indispensable para quien desee escribir actualmente, y también para quien desee enfrentarse a los estudios literarios. Es de una gran contundencia, con ideas difícilmente refutables: es Alta Cultura con mayúsculas y surge de un proceso vital, literario e intelectual profundo, exhaustivamente comprendido y analizado. Además es un texto bello en su concepción y su calidad.
Sólo quiero detenerme en algo que me impresionó desde el principio de mi lectura. Mi amigo se preguntaba en su dedicatoria qué nos depararían los siguientes diez años. Curiosamente, esa pregunta tiene mucho que ver con lo que me admiró de las propuestas del libro. Italo Calvino ni conoció, ni se imaginó, la existencia de internet, buscadores y navegadores, redes sociales, teléfonos móviles, procesadores de texto, correctores o editores informáticos. Cuando fallece, en 1985, todavía eso del "ordenador personal" era algo que sonaba a quimera futurista. Nunca se enfrentó a las tecnologías de la información y la comunicación que hoy inundan nuestra realidad y que sin duda han revolucionado nuestra vida y nuestra sociedad hasta límites que aún ni siquiera sospechamos. Insisto en la idea, no sólo no las conoció, sino que ni siquiera las intuyó.
 
Sin embargo, sus propuestas para una literatura del segundo milenio encajan, una a una, en el panorama actual. No hay nada de lo sucedido gracias a la tecnología y a internet que pueda hacer variar un ápice lo reflexionado por el autor. Las propuestas de Italo Calvino parecen haber sido formuladas pensando en la celeridad que hoy en día se exige al texto escrito, motivada por los email, las entrada en facebook o en un blog, los chats como whassap, los casi fallecidos sms, Google e incluso los tuits; en una sociedad en la que el bombardeo informativo audiovisual puede llegar a ser asfixiante. Piensa sólo en el significado de las palabras levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistency... ¿Las aplicarías o no a la nuevas formas de comunicación y, por ende, de creación? Pues sí, una tras otra. Otrosí, si estas nuevas formas de expresión quieren ser sustanciales y tener consistencia para convertirse en un proceso creativo trascendente, deberán cumplir estas premisas, o no serán nada.
Ahí está la grandeza de los grandes intelectuales, en la trascendencia de su pensamiento, en la perdurabilidad de sus ideas, en la aplicación de sus análisis incluso cuando las cosas han cambiado tanto. No pasa todos los días, ni siquiera hay muchos ejemplos en la historia. Italo Calvino se convierte, con este libro, no en un visionario, como escribirá algún curso, sino en uno de los indispensables pensadores del S. XX, dejando atrás a otros que aún hoy parecen tener más renombre, pero que el tiempo dejará atrás, tarde o temprano. Te dejo este video encontrado en youtube, de la serie de televisión mexicana "Imaginantes" dedicado a Italo Calvino.

sábado, 19 de abril de 2014

Riccardo Muti en el Teatro Real: "Messa da Requiem".

 
La Fundación "El Greco", con motivo de los actos conmemorativos del IV Centenario del pintor, programó un concierto excepcional que tuvo como escenario la Catedral de Toledo, el pasado 12 de abril. Se trataba de una interpretación de la "Messa da Requiem" de Giuseppe Verdi, dirigida por  Riccardo Muti al frente del Coro de la Comunidad de Madrid y la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini. Dos días después, en virtud de la colaboración entre dicha Fundación y el Teatro Real, se repitió en el coliseo operístico madrileño. Las circunstancias, además, hicieron que se dedicara a la memoria de Gerard Mortier, recientemente fallecido.
 
Salvo por el escenario, lo cierto es que no creo que hubiera grandes diferencias entre ambas convocatorias. La madrileña, a la que pude asistir, fue magnífica. No llegó a representación histórica por razones que luego comentaré. Pero para mí fue como escuchar la obra por primera vez, pues tales fueron las novedades que el director imprimió a su interpretación. Acaso no tantas, dado que conocemos la obsesión de Muti por las lecturas limpias de las partituras en su edición original, y quizás lo que a un espectador acostumbrado a esta pieza le pareció diferente no era más que el retorno al valor genuino de la partitura.
 
Empecemos por lo que falló para hacer de la noche una representación "histórica", aunque fue sin duda memorable. Un coro bien empastado al que en algún momento le faltó algo de cuerpo. Una orquesta delicada de músicos en formación (entre 18 y 27 años) con una calidad evidente pero sin la historia y tradición de las grandes formaciones;  ya que no podemos olvidar que fue fundada en 2004 por el propio Muti y tiene una gran movilidad entre sus componentes. Por último, los solistas no alcanzaron, en grupo, ese punto de excepcionalidad más allá de la interpretación solvente, incluso brillante.
 
Pero Riccardo Muti es posiblemente el mejor director verdiano de la actualidad, y también posiblemente el mejor director de ópera. Lo sabemos todos, y ello añadió ese plus de emoción que sentíamos los que estábamos esa noche en el Teatro Real.
 
Quiero indicar algunas de las cosas que más me interesaron. Lo dije brevemente en mi facebook. En primer lugar, sin duda alguna, los tempi, muy vivos, que el director imprimió a la partitura. Acostumbrados a interpretaciones históricas más pausadas, Muti jugó con el tempo con ductilidad y flexibilidad, sin un metrónomo clavado en las meninges, como sucede a otros directores que han trabajado, y mucho, en el Teatro Real.  Para empezar, desaparecieron casi todos los silencios entre los siete movimientos, salvo, si no recuerdo mal, entre el "Sanctus" y el "Agnus Dei", donde creo que además la pausa estuvo motivada por un detalle que espero no olvidarme de comentar al final de esta entrada. Pero, por ejemplo, entre el sexto y el séptimo movimiento ("Lux Aeterna" y "Libera me") no hubo ni el más mínimo momento de pausa, apenas acababa de diluirse el último sonido precedente, la soprano  Tatjana Serjan empezaba su parte. Pero incluso tras la bellísima estrofa "Requiem aeternam dona eir, Domine, et lux perpetua luceat eis", tan leve y reposada, Muti exigió de la cantante comenzar de nuevo un vociferante "Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda" sin darle más tiempo que el necesario para respirar. Aunque no te lo creas, lo comprobé por el reloj: Muti rebajó en casi medio minuto las duraciones habituales de este movimiento. Eso, en música, es mucho tiempo. Lo suficiente como para que nos diéramos cuenta de la viveza del tempo y de la ausencia de pausas. Pero reflejo de esa ductilidad estuvo justo en la estrofa final del coro, que empezó con un Muti conteniendo el tempo para dejarlo segundos después fluir a mayor velocidad. Eso, yo, en grabaciones y en directo, no lo había escuchado jamás, y hay que tener una gran comunicación con tu orquesta para conseguirlo con tanta perfección.
Pero si el tempo fue una de las novedades de la noche, no lo fue menos la belleza del sonido, la claridad con la que cada una de las secciones orquestales realizaba su trabajo, con una especial mención de los metales y la percusión; y como la coordinación era absoluta, sin concesiones: el sonido llegaba perfecto, interpretable, reconocible, limpio, sin incoherencias ni rupturas. Ese sonido analítico que siempre ha caracterizado, para mí, a los grandes directores y cuya ausencia evidencia a los mediocres.
La tercera novedad que quiero destacar está referida al tenor. No a Francesco Meli, en sí mismo, que es un cantante serio y cuidadoso, sino al tipo de voz. ¿Qué nos ha dejado habitualmente la tradición interpretativa del "Requiem"? Tenores que cantan con toda heroicidad, que comienzan su "Kyrie eleison" casi como Siegmund encuentra su espada vencedora. Sucede así cuando el tenor es un lírico spinto o un dramático (Vickers, Domingo, Di Stefano, Gigli), pero también podemos sentir como los directores más reputados se lo exigen a tenores líricos o incluso líricos - ligeros (Karajan a Carreras y a Pavarotti,  Abbado a Merrit o a Alagna, Solti también a Pavarotti...) . Muti, sin embargo, escoge un tenor lírico y lo hace actuar como un tenor lírico. Su entrada fue la más recogida, pese a la vibrante fuerza, que yo he escuchado nunca. Verdaderamente un pecador pidiendo piedad a Dios, que es al fin y al cabo lo que "Kyrie eleison" significa.  Francesco Meli apiana con facilidad, es una de las características de su voz, tiene una gran dulzura en la emisión, y carece de un volumen heróico, por supuesto, aunque su proyección sea más que solvente. Riccardo Muti aprovecha estas cualidades de la voz, hasta el punto que el "Ingemisco" y el "Lux Aeterna" tuvieron una enorme belleza gracias a su intervención.
 
Aquí está, yo creo, la clave. Aprovecho unas declaraciones, días antes, del propio director, que se quejaba de cómo el "Requiem" era interpretado, las más veces, como una partitura operística, incluso con cierta ramplonería. Defendía que había que leer claramente la partitura, muy exigente en matices, y conocer perfectamente el texto para no caer en incongruencias musicales, quizás muy expresivas, pero que no hacen justicia a la música. Cumplió, porque su interpretación fue exactamente eso: una Misa de Requiem, por mucho que se celebrara en un teatro y al final aplaudiéramos hasta hacer salir a los interpretes un total de siete veces a saludar. Pero no fue otra cosa que música religiosa. De ahí muchos de sus matices, de ahí su ductilidad y, sin duda, la espiritualidad que se sintió en todo momento. Hubo momentos en los que uno de los Teatros más grandes de España parecía una pequeña ermita recoleta y anónima. En ese sentido, el objetivo Muti estaba cumplido. Como por suerte podemos comparar esta interpretación con otras del mismo director, vemos como Muti ha ido variando su concepción global de la obra a lo largo de los últimos años. Nada que ver este "Requiem" con el que dirigió, por ejemplo en Verona en 1980 con Caballé, Fassbaender, Luchetti y Raimondi, y que puedes encontrar en youtube. Ahí pesaba el sentido más operístico de la tradición. Personalmente siento el mayor respeto por los intérpretes musicales que evolucionan en su propio criterio musical y puedes sentir perceptiblemente cómo a lo largo de los años la madurez y el mayor conocimiento intelectual, así como práctico, de su trabajo, lo hacen arañar nuevas interpretaciones y riquezas expresivas en la misma partitura. Lo he sentido con Muti, con Abbado, con Karajan, Solti, Bernstein, Arrau, Larrocha, Caballé, Sutherland y tantos otros... A veces he notado involuciones (el mismo Solti con Wagner o Puccini); y otras veces intérpretes planos, que llegan a un punto y se detienen en él por los siglos de los siglos (no pienso citar a nadie).
 
La citada soprano Tatjana Serjan se ha generado una sólida reputación, basada en una brillante carrera que incluye papeles como "Tosca" y, sobre todo, la "Lady Macbeth" verdiana, en la que algunos consideran se convertirá en referencial. Se presenta, sin embargo, tanto en el programa como en internet, como "soprano coloratura". Tengo mis serias dudas. No la he escuchado en vivo en ninguno de los dos papeles citados, pero me pareció un poco dura, a veces excesiva en dramatismo; aunque no puedo negar que su intervención en este "Requiem" fue excelente pese a algunos problemas de proyección. Pero debería tener un poco más de cuidado con su zona aguda, porque a veces se pierde en la afinación y en el volumen (el terrible agudo final que debe romper la muralla de sonido de la orquesta y el coro no llegó a las filas altas del Teatro, y creo que tampoco a las más bajas). 
Más elegante me resultó la mezzosoprano Ekaterina Gubanova, acostumbrada a la "Princesa de Eboli" del "Don Carlo" de Verdi y a la "Adalgisa" de "Norma" de Bellini, como muchas de sus ilustres antecesoras. Se notaba esa formación italiana y belcantista, aunque a veces se peleaba con el italiano y también con el volumen. La orquesta y el coro la anulaban mucho más de lo deseable. El bajo Ildar Abdrazakov estuvo correcto, impecable, pero no llegó a emocionarme, perdido a veces en el volumen (sus principales papeles son de Bellini, Cherubini, Donizetti y Rossini). Todo ellos son habituales de Muti, y están más que acostumbrados a la disciplina del director.
Entonces, con los problemas que he expresado, ¿dónde estuvo lo memorable del concierto? Pues en algo muy sencillo: que con Muti, como casi siempre, la que gana es la música, la partitura y el compositor. En ellos se centra su trabajo, y no en la preeminencia de intérpretes olímpicos. Es la música, en estado puro, es el interés del compositor, lo más sincero posible, esa vieja pelea de Muti con la tradición que le ha dado grandísimo momentos, y también algún que otro fiasco. Su grabación de "I Puritani" de Bellini por ejemplo lo tiene todo para ser histórica: Montserrat Caballé, Alfredo Kraus, Mateo Manuguerra, Agostino Ferrin... Pero la férrea disciplina que el director impone, sin margen alguno al canto a piacere o a las variaciones en las coloraturas la convierten en un experimiento tan fallido como aburrido que sólo brilla parcialmente justo por lo contrario que el director quería: varios momentos de las interpretaciones de Caballé y Kraus. Estoy convencido de que hoy lo habría hecho de otra forma.
Fue una gran noche, y yo la recordaré como una de los grandes momentos musicales que he vivido.
No puedo terminar sin añadir que el Teatro Real cada vez tiene a un público más maleducado, que no duda en hablar, abrir caramelos o toser a todo volumen en los momentos más insospechados, y que fue sin duda la razón por la que Muti hizo una pausa entre movimientos. Llegó a ser insufrible, insoportable. Creo que habrá que pedir al Teatro Real que aparte del asunto de los móviles recuerde a los espectadores meterse el caramelo en la boca antes de que empiece el concierto o que es posible amortiguar el ruido de una tos con un simple pañuelo. En el Liceu, me consta, lo advierten por escrito.
Para disfrutar, una buena interpretación debida al aburrido Zubin Metha al frente del Musica Sacra Chorus y la New York Symphony Orchestra con Caballé, Domingo, Berini y Plishka, que recientemente ha sido editada en CD y de la que tarde o temprano aparecerá el DVD.