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miércoles, 20 de mayo de 2009

Dos propuestas del Museo del Prado: "La bella durmiente" y "La obra invitada"

El Museo del Prado nos sorprende estos días con dos propuestas interesantes, y al menos una de ellas imprescindible. No son magnas exposiciones, sino dos ideas mucho más pequeñas pero que aumentan la calidad de nuestra primera pinacoteca.


La exposición La bella durmiente está compuesta tan sólo por 10 cuadros y 6 dibujos, francamente una minucia que apenas ocupa una pequeña sala, pero permite ver en España una serie de obras de la Hermandad de Pintores Prerrafaelitas, muy poco presentes o difundidos en nuestro país. Además, al menos la calidad de una de estas piezas es excepcional, y merece la pena ir de visita al Prado sólo a ver ese cuadro. No es el prerrafaelismo uno de mis movimientos, lo reconozco, y contemplar esta exposición no me ha hecho cambiar demasiado mi opinión. aunque me gusta su preciosismo, y sobre todo su luz, me molesta un poco su tendencia a la frialdad, el exceso de simbolismo, y su irregularidad. Quiero decir que no todos los que formaron el grupo son realmente pintores relevantes, y esta exposición lo demuestra.

La génesis de la muestra está en el Museo de Arte de Ponce, fundado en Puerto Rico por Luis A. Ferré, y que intenta acercar a la isla caribeña las joyas de la pintura europea. Cedida la colección prerrafaelita al Prado, ¿qué nos vamos a encontrar? Para empezar, los principales nombres del grupo: Millais, Rossetti, Seddon, Holman Hunt, y otros, como Burne-Jones, cuya obra El Sueño del rey Arturo en Avalon para por ser uno de los principales de la muestra, y sin embargo a mí no me acabó de convencer, ni por la temática ni, sobre todo, por el acabado, que me parece a ratos infantil, a ratos artificioso. El mismo autor firma la serie sobre La Bella durmiente, que me pareció algo más llena de encanto.


Encantador también el Retrato de Gladys Holman Hunt, realizado por su padre hacia 1893, donde el detallismo de la pincelada y la luz plena y casi dolorosa contraste con la frialdad del conjunto. Pero, para mí, el mejor cuadro de la muestra, que pasa por ser la joya del Museo de Arte de Ponce, y que me pareció soberbio, es Sol ardiente de junio, de Frederic Leighton. Si yo veía frialdad en general en el prerrafaelismo, aquí se convierte en una fuerte sensación de sensualidad y placer, en una simbólica obra envuelta de luz, color, vapor, y sensaciones. Una joven duerme, en una terraza, cubierta por una túnica de seda naranja, bajo una ligera techumbre que impide que un fuerte sol mediterráneo, que tiñe de dorado el mar que podemos observar en la lejanía, queme su delicada piel. Está durmiendo en una postura casi imposible, pero sin embargo parece relajada, feliz, voluptuosamente serena. A su lado, las adelfas, flores engañosas, nos remiten a la idea de la muerte, con la que tantas veces los prerrafaelistas identifican el acto de dormir. Como ya he dicho, la escena tiene una fuerte impronta sensual y erótica, y finalmente suyuga al espectador ante la belleza, objetivo inicial y final de esta pintura, de todo lo que aparece ante nuestros ojos. Sin duda, hay que enfrentarse a este cuadro.
La segunda propuesta del Museo del Prado es pedagógica y muy interesante. Se trata de traer, de tanto en tanto, obras invitadas, cedidas por otros museos, que permitan llenar un hueco, mejorar la explicación, o comparar obras de un periodo o un artista. En esta ocasión, para contraponer las dos obras del mismo autor que se exponen habitualmente en el Prado, y que pertenecen a otro sentido composicional y lumínico, el Museo del Louvre ha cedido la Magdalena Penitente de Georges de La Tour. Es emocionante poder ver esta obra en nuestra casa, y ha sido expuesta además con gran delicadeza. ¿Qué decir de esta obra? Una de las grandes muestras de la pintura universal, expuesta en el Museo del Prado por primera vez. La melancolía de esa mirada, la gentileza de la postura, la luminosidad que proviene de una triste lámpara de aceite: cumbre del tenebrismo, del ascetismo, de Trento, al fin. Realmente, es una oportunidad única, y una idea del Museo del Prado que esperemos que cunda, y podamos seguir disfrutando de obras que, de otra manera, tendríamos que ir a buscar más allá de nuestras fronteras. La lechera de Burdeos, de Goya, que está en Budapest, podría ser otra idea.

lunes, 18 de mayo de 2009

Paul Auster: El Palacio de la Luna.

Nadie tenía la culpa de lo sucedido, pero eso no hacía que me resultara menos difícil de aceptar. Todo había sido un problema de conexiones fallidas, de mala sincronización, de andar a ciegas. Siempre perdiendo la ocasión de encontrarnos por muy poco, siempre a unos centímetros de descubrirlo todo. A eso se reduce la historia, creo. A una serie de oportunidades perdidas. Teníamos todas las piezas desde el principo, pero nadie supo encajarlas.
Cuando la historia que cuenta Paul Auster en esta fantástica novela llega a poco más de su Ecuador, aparecen estas líneas, que resumen de una manera certera y clara no sólo lo que ya hemos leído, sino lo que habrá de suceder. Mi relación con la literatura estadounidense siempre ha sido un poco extraña: nunca la he enjuiciado como una escuela, o como un sistema expresivo, como podría uno hacer con la literatura iberoamericana o la literatura inglesa. Evidentemente lo es, y tiene una entidad equiparable a cualquier otra, lo que sucede es que en mi proceso de lecturas, más o menos dirigido, más o menos caótico, nunca me he planteado la literatura de los Estados Unidos como una prioridad, siempre he tendido más a la europea, a la citada iberoamericana, incluso a la asiática... Sin embargo, si hago catálogo de las novelas estadounidenses que he leído, se cuentan por cientos, y la verdad es que muy pocas me han disgustado. Bukowsky es uno de mis escritores favoritos, por ejemplo. Y desde luego no han faltado entre mis lecturas ni Hemingway, ni Azner, ni Sontag, y un larguísimo etc. No me gusta el realismo sucio, en general, Leavitt me parece un autor menor, y American Pshyco de Bret Easton Ellis una de las peores cosas que he leído. Desde luego, en la literatura de los Estados Unidos hay constantes, sobre todo generaciones, como esos finales abiertos, esos círculos que se cierran (y que tanto le gusta también al cine de aquel país, en los que un gesto inicial, como que a alguien se le caiga un pañuelo, aparece finalmente como colofón de una historia de telarañas enmadejadas), y ese desapego de la esperanza, melancolía, falsos héroes (los John Done)...
No haber leído nunca a Paul Auster me parece, ahora, una auténtica barbaridad, porque esta novela, publicada en los 80, y editada en España por Anagrama (que tiene la exclusiva de este autor) no sólo me ha gustado sino que me ha parecido, pese a ciertos elementos más o menos artificiales, una bellísima lectura de la realidad insubstancial de una sociedad que se cree en decadencia, pero que ni siquiera puede estar segura de haber llegado a ese estado. Puedo contar poco del argumento, salvo que el protagonista, M.S. Fogg, pasa por situaciones dramáticas y absurdas como un convidado de piedra a su propia existencia: se regodea en su tristeza, en su dolor, en su falta de suerte, pero hace de la inacción y del desinterés las verdaderas claves de sus tribulaciones. Todo le viene rodado, casual, agota un plazo y se lanza al siguiente sin planificación, no parece nunca reflexionar demasiado sobre sí mismo y su futuro sin parar, sin embargo, de reflexionar sobre todo lo que le rodea, de modo sugerente y brillante. El escapismo de la persona que mientras cae desde cinco mil kilómetros de altura y sin paracaídas piensa "bueno, de momento todo va bien" (la idea no es mía, pero no recuerdo dónde la escuché por primera vez).
Un hombre joven, ante un tiempo borroso y extraño. Asiste a una serie de acontecimientos, como el hundimiento de su propia vida, y nos los explica detalladamente sin dejar de sorprendernos por su claridad y concisión. Se sumerge en un mundo de extraños a los que a veces ni siquiera vuelve a ver, y son ellos los que le dan la vida, la identidad, el sentido. La muerte lo rodea, vive marcado por ella: su madre, su tío y mentor, su patrón, su padre, su hijo... Y a su alrededor más historias con muertes y extrañas complicaciones, casualidades demasiado increíbles para resultar ciertas, pero lo suficientemente verosímiles como para dar cabida al mensaje, a la idea, a lo que subyace en el interior de la excelente novela de Auster. Es el sueño americano, esa absurda idea de adolescente, que madura, que se hace mayor, mientras en Vietnam mueren por miles los soldados y un tal Neil Amstrong llega a la simbólica luna que, equidistante y objetiva, subyace impávida sobre todo el relato. Al final, M.S. Fogg, crece, se hace un hombre, pero lo hace a pesar suyo, sin detenerse a aclarar su identidad como ser humano, ni su realidad como persona. Huye de sí mismo gracias a las vidas de los demás, y sin pensar demasiado, con alguna ocupación de más que le evita el trago de enfrentarse a sí mismo, hasta alcanzar la edad suficiente en la que ya no se puede jugar, en la que la vida va en serio (como dijo Gil de Biedma), y entonces tampoco hay tiempo para detenerse demasiado. ¿Acaso no ha sido así la historia social y política de los Estados Unidos en la edad contemporánea?¿Acaso esa acción sin detenerse a pensar demasiado es lo que causó que la Tragedia del 11-S, lejos de sacar a los estadounidenses de su letargo, los empapara de paranoia? Si encuentras este libro, léelo, es imposible que no te impresione.
Por cierto, este cuadro, del poco conocido pintor estadounidense del S. XIX Ralph Albert Blakelock, titulado Moonlight y que se encuentra en el Brooklyn Museum, aparece significativamente en la acción de la novela, y además la descripción que M.S. Fogg-Paul Auster hace del mismo y del proceso por el cual va entendiendo colores y matices hasta llegar a comprender un todo es una obra maestra de la narrativa, y una lectura que debería ser obligatoria para todos los que miran sin observar, oyen sin escuchar, y hablan sin conocer. Aquí os pongo una foto del pintor, tal y como aparece en wikipedia.

lunes, 11 de mayo de 2009

Katharine Hepburn escritora: "La Reina de África o cómo fui a Africa con Bogart, Bacall y Huston y casi pierdo la razón".

Katharine Hepburn ha sido, posiblemente, la actriz de mayor éxito de la historia del cine. No sólo es por sus cuatro premios oscars, ni sus reconocimientos en el teatro, sino porque su carrera abarcó 6 décadas en cada una de las cuáles realizó películas reconocidas por el público y la crítica. Cuando sus contemporáneas, como Joan Crawford, Bette Davies, Norma Shearer, Marlene Dietrich, y tantas otras, languidecían en sus casas o se asomaban a la televisión como "estrellas invitadas", ella seguía haciendo papeles protagonistas sin parar para el cine. En los 30, títulos como "Brig me up baby", "Historias de Filadelfia", "La gran aventura de Silvia", "Mujercitas"... En los 40 "La mujer del año", "Corrientes ocultas", "Sin amor"... En los 50 "La Reina de África", "Larga jornada hacia la noche", "Locura de verano"... En los 60 "De repente, el último verano", "El León en Invierno", "Adivina quién viene a cenar".... En los 70 "Las Troyanas", aparte de las formidables (para televisión) "El trigo está verde" 0 "El zoo de cristal"... y en los 80, como gran colofón, "En el estanque dorado". Luego, por razones de salud sobre todo, va espaciando sus intervenciones, y aparece en algún telefilme, pero ya vive prácticamente retirada hasta su muerte. A principios de los 80, una encuesta nacional entre adolescentes norteamericanos la ponen en segundo lugar, tras Michael Jackson, como respuesta a la pregunta "¿A qué personaje famoso admiras?". En fin, una vida trufada de éxitos en todos los campos, y una carrera legendaria.
Pero también escribió un par de libros. Sus propias memorias, con el soberbio título de "Myself" y este que nos ocupa en la cadena que os he preparado: "La Reina de África o cómo fui a África con Bogart, Bacall y Houston y estuve a punto de perder la cabeza". Es poco más que un diario de viaje, un opúsculo, supongo que con los errores y faltas propias de las ausencias de la memoria, pero es un libro delicioso. Lo conseguí el otro día en el rastro, todo debo decirlo, pero debe estar todavía por ahí en las librerías.
Hepburn se nos presenta a sí misma enseñándonos exactamente lo que nos quiere enseñar: se presenta como una actriz menos intelectual de lo que la gente piensa, soberbia y competitiva, y sabe reirse de sí misma en todo momento. Analiza con ironía y admiración a sus compañeros de aventura, Humprey Bogart, John Houston, Lauren Bacall, Sam Spieguel, y sin tapujos ni falsa corrección describe la realidad de lo que vé en África con inconfundible sentido del humor y cierto sentido crítico, no sin olvidar ese peculiar sentido anglosajón de "cómo deberían de ser las cosas". Sus costumbres diarias, su paranoia por un guión que no acaba de ver claro, su relación de amor y odio con Houston, sus problemas intestinales... todo descrito con inconfundible hilaridad, y un estilo rápido y tajante, poco dado a las veleidades ni las florituras. No es el culmen de la literatura, pero creo que es un libro recomendable para pasar un buen rato con anécdotas e ideas de uno de los personajes artísticos más interesantes e importantes del siglo XX. Si te decides a leerlo, lo pasarás muy bien. Además tiene una magnífica colección de fotos, que hará disfrutar a los más mitómanos.

miércoles, 6 de mayo de 2009

En busca del Barón Corvo, de A.J.A. Symons.


Fijaos lo que "viene siendo" la autocensura, porque tras terminar este magnífico libro pensé en escribir una breve reseña, pero dada su temática y lo que quería decir, y ciertos avatares personales de los últimos días, pensé que algunos de esos que entrar en los blog a dar la lata o buscar la cuerda con la que ahorcarte iban a encontrar extrañas y raras razones para fijarme justo ahora en esta historia. Pero tras días de reflexión personal, he vuelto de convencerme de que esta es mí casa, que aquí escribo lo que me da la gana, que mi hipoteca me la pago yo, y que quien quiera ver maldades en mis palabras las verá aunque diga simplemente "hola". A partir de ahora, todos los que leéis blogs para jorobar y hacer cosas raras, de cualquier signo, mejor que lo dejéis, ya sabéis que nunca pongo vuestros mensajes, y los que entran para buscar noséqué... que os vayáis a la mierda, que han puesto noria y está muy divertida. Los que tenéis blogs y lucháis con los colgados que pululan por internet, me entendéis seguro.

Qué a gusto me acabo de quedar.

Vamos con el Barón Corvo, que es el señor de la foto de arriba. "En busca del barón Corvo" es uno de los mejores libros que he leído últimamente. Se trata de la biografía del autodenominado barón que da título a la obra, y que no es otro que Frederick Rolfe, autor inglés de finales del siglo XIX y principios del XX que ha dejado para la posteridad un puñado de obras que pasan por ser de inmensa calidad (Los cuentos de Toto, Adriano IX...), y grandes críticos las admiran como absolutamente primordiales para la cultura inglesa y europea del siglo XX. Sin embargo, Frederick Rolfe y su barón Corvo apenas son conocidos salvo en círculos extremadamente cultistas, y la mayor parte de las veces por esta obra de A.J.A. Symons, a quien os presento en la foto siguiente:
Lo importante de este libro es que se ha convertido en el modelo de cómo se hace una biografía documentada, consiguiendo Symons establecer una estructura sólida, intelectualmente poderosa y bien construída, mezclada junto con un sistema narrativo interesante y muy ameno. Realmente son dos libros en uno: de un lado, Symons investiga y documenta la historia del Barón, y lo consigue, cerrando perfectamente su biografía con fechas, datos, relaciones, comportamientos, etc. Pero también se empeña en hacernos el retrato psicológico de Rolfe, un hombre obsesivo, paranóico, que cree que todo el mundo lo persigue, que termina enemistado con todas y cada una de las personas que tratan de ayudarlo, que siempre se siente minusvalorado en su brillantez (del todo dudosa, pese a todo). Como he leído en una reseña por ahí: De este modo se puede decir que el libro tiene dos tramas. En la primera Symons cuenta cómo consigue desenterrar los secretos de la vida de Corvo, cómo va hallando los distintos documentos, como busca a amigos y colaboradores, su trato y complicidad con otros coleccionistas y estudiosos, etc.; para descubrirnos de esta manera, el secreto del género, por así decirlo, al negarse, siquiera por un momento, a fingir el acostumbrado alejamiento con respecto al biografiado. Por ello este libro, subtitulado «Un experimento biográfico» es también un notable autorretrato: el estudio de la obsesión y simpatía que despierta el personaje investigado en el biógrafo. La segunda trama, huelga decirlo, sigue la no menos apasionante vida del oscuro y enigmático barón.
Pero desde mi punto de vista Symons va más allá, porque tratando de no juzgar al personaje, apasionante, de vida tan extraña como terrible, termina dibujándolo ante nuestros ojos con compasión. Un ser tan absolutamente horrible como Rolfe es, finalmente, recuperado, e incluso reivindicado, por su calidad como escritor y por las razones que, pese a todo, pudo tener para su errático comportamiento. Rolfe vive mil aventuras, y de todas sale mal parado. También actúa como fotógrafo más o menos profesional, y de ahí los libros de jóvenes desnudos que han sido publicados recientemente. Mentiras, veleidades, miseria extrema, abjuraciones y momentos de gloria. Al final, lo detestamos, lo comprendemos, lo odiamos, lo perdonamos, y aparece incluso la lástima. Pero, cuidado, Rolfe es un ser negativo, odioso, de comportamiento inadecuado e incluso horrible, pero también un genio que hizo algunas de las más brillantes páginas de la literatura inglesa. La biografía que construye Symons apasiona porque entendemos su elección, por qué tras leer casualmente un libro de Rolfe se lanza a dedicarle varios años de su vida. Es impresionante por su contundencia, pero aún más por su inteligentisima forma narrativa y su calidad casi novelesca. Creo que nadie debería perderse este libro, editado por Libros del asteroide.

sábado, 2 de mayo de 2009

Nina Stemme en el Teatro Real... Ruhe..!

Me vuelve a pasar lo de siempre... Uno lee cosas por ahí y se pregunta "yo no estuve en el mismo recital, yo estuve en otro", y como siempre las ganas de destruir hacen escribir auténticos disparates. Bueno, ¿qué decir de la actuación de Nina Stemme? A mí me gustó. Me pareció un concierto difícil y comprometido, y sobre todo, con un handicap terrible, que se llama Orquesta del Real, y que se apellida López Cobos. Empezaré por ello. La orquesta tuvo dos momentos en solitario, la "Suite Orquestal" de "El Caballero de la Rosa", de Richard Strauss, y el "Preludio y Encantamiento del Viernes Santo" de "Parsifal" de Wagner. Estas piezas a esa orquesta le quedan grandes, y a las pruebas me remito. Strauss, cuya riqueza orquestal es inmensa, debe sonar limpio, cada miembro de la orquesta ha de brillar en conjunto y por separado. Nada de eso escuchamos esa noche en el Real. El sonido era sucio, a veces un montón de acordes sin orden ni sentido, y cuando se relaja en el vals, que debería soltarse en el rubatto y dar aire a la orquesta, López Cobos se empeñó en dirigirlo como una marcha militar. Estuve siguiendo el compás con el pie, y el metrónomo, como siempre, funcionaba, rígido y marcial. Sigo siendo muy excéptico sobre el pasado de López Cobos, nunca me gustó, y sobre todo estoy alegre porque se anuncia que se marcha. Fue un suspenso en toda regla. En cuando a "Parsifal"... Una de las piezas más bellas y emocionantes de Wagner se convirtió aquí en un auténtico ladrillo que si dura diez minutos más duerme hasta a las ovejas. Ayer le dije a una amiga algo que no sé si me atrevería a decir en otros foros, pero esta es mi casa, y aquí se puede decir lo que se quiera, jejeje. Había momentos en los que ese Wagner me sonaba a compositor norteamericano de los 40 y 50, a un joven Aaron Coplan, por ejemplo, e incluso hubo "momentos Rachmaninov". No, la orquesta del Real es un desastre, y tras todos los años que lleva dirigiéndola, el culpable se llama Jesús López Cobos, y dejémonos de tonterías.
Se quejan en los foros de que a Nina Stemme a veces no se la escuchaba. Ello se debe a dos cosas, la primera a lo poco que muchos están acostumbrados a escuchar a Wagner en directo, donde eso muchas veces es normal, debido al enorme volumen al que la orquesta puede llegar a sonar. Pero en este caso, el volumen de la orquesta, sobre todo en la segunda parte del concierto, fue tal que a veces los metales hacían daño en los oídos, eso no me había pasado nunca. Sonaba mal, excesivamente fuerte, extremada en volumen, sin ningún matiz... Con eso acompañándote, no puedes hacer mucho más.
Los cuatro últimos lieder de Strauss estuvieron bien, lo que sucede es que a uno le gustan más estos lieder interpretados en voces más líricas. Cuando tienes una voz oceánica, las posibilidades de ese lirismo son más bajas, los matices a veces se pierden, y las sopranos hacen lo que pueden. No hay que olvidar que lo mismo lo ocurrió a la grande entre las grandes, Kirsten Flagstad, cuando estrenó las piezas en Londres. ¿Qué pasó aquí? Que Nina Stemme intentó aligerar su voz en todo lo posible, pero a veces no podía o no lo conseguía, le era muy difícil. Sin embargo, consiguió una interpretación interesante, incluso inteligente, contenida y muy metida en el texto, hermosa por momentos, emocionante en "Im abendrot". La orquesta, a su aire, López Cobos haciendo silencios absurdos y bruscos que no existen, pasó varias veces, y la soprano luchando contra los elementos. Pero dejémonos de tonterías, ella no estuvo mal, y puede con esos lieder, es, en mi caso, cuestión de gustos, pues siempre he preferido a Schwarkopf, Norman o Caballé en esa partitura, y no estamos hablando de voces oceánicas.
La voz de Nina Stemme se soltó mucho más en "La Inmolación de Brunilda" de "El Ocaso de los Dioses". Dice alguien, por ahí, que la cantó con la partitura delante, y que eso no se hace. A muchos conciertos no ha ido, porque yo he visto esa presencia de la partitura no en muchos, sino en casi todos los conciertos a los que he asistido, con nombres como Caballé o Domingo a la cabeza. Victoria de los Ángeles decía que la presencia de la partitura ayuda al cantante a mantener la seguridad durante la interpretación, y se ponía muy nerviosa cuando ella salía partitura en mano y Alicia de la Rocha, por ejemplo, no lo hacía para acompañarla al piano. La presencia, por tanto, de la partitura en el caso de Nina Stemme no es excepcional, ni motivo de crítica, es una tontería más. Creo que es la primera vez que Stemme se lanzaba con esta impresionante pieza, y tuvo de todo. Lo que más, desacuerdo total y falta de apoyo de la orquesta y de su director. Vamos a ver, de una buena vez, que la culpa estuvo ahí, no en ella. Dejémonos de tonterías. Que todos los cantantes que pasan por el Real sufren el mismo problema. Estuvo heróica cuando tuvo que estarlo, melancólica en la segunda parte, absolutamente entregada al final, y a mí me saltaron lágrimas cuando recitó "Ruhe, ruhe, ruhe..!".
La voz es importante en cuanto al volumen, apenas utiliza apoyos, se mueve muy bien en la zona aguda y no tiene problemas con la zona baja. Corrió perfectamente por el Real, digan lo que digan las plañideras, y tuvo algún problema puntual de afinación, pero fue muy puntual, porque por ejemplo, al final de la escena las terribles notas agudas estuvieron allí sin dificultad. Es una voz grande, no especialmente grande, pero sí ancha, engarzada en cierta oscuridad, con un vibrato inteligentemente usado, aunque quizás es el único pero que le pondría. La zona media rutilante, y el fraseo muy bien y elegantemente conseguido. Con un océano vocal como ese, el matiz se dificulta, pero Stemme supo hacerlo en Wagner sin dificultad. Emocionó, y los bravos fueron merecidos. He escuchado a alguien decir que el segundo bis fue porque López Cobos se subió corriendo al podio, porque si no no habría sido. Es mentira, después de ese segundo bis siguieron 10 minutos más de aplausos, la gente quería más. Los bises fueron "Traume" de los Wesendock Lieder de Wagner, difícil y con Stemme algo agotada tras el esfuerzo por la escena que acababa de interpretar, le costó conseguir el tono adecuado, pero es normal. "Cecilia" de Strauss estuvo inmensamente mejor, y aquí recordó a Caballé en algunos momentos. No me gustó la orquestación escogida por López Cobos, prefiero la que ideó en su momento Leonard Bernstein.
Cómo siempre un vídeo para ilustrar la cosa.
Yo aconsejaría seguir la carrera de esta soprano, y desde luego, me pareció de muy alto nivel y un auténtico lujo escucharla. La orquesta, una vez más, lo fastidió todo. Me hubiera gustado saber qué habríamos escuchado con una buena orquesta y un buen director, y si los bobos que pululan por ahí dirían lo mismo. Claro que a alguno de esos la "Suite" de Strauss les pareció bien, y fue con diferencia lo peor, así que... Pero una mujer que canta como lo hace en el video anterior... No se merece lo que se ha dicho de ella