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lunes, 18 de mayo de 2009

Paul Auster: El Palacio de la Luna.

Nadie tenía la culpa de lo sucedido, pero eso no hacía que me resultara menos difícil de aceptar. Todo había sido un problema de conexiones fallidas, de mala sincronización, de andar a ciegas. Siempre perdiendo la ocasión de encontrarnos por muy poco, siempre a unos centímetros de descubrirlo todo. A eso se reduce la historia, creo. A una serie de oportunidades perdidas. Teníamos todas las piezas desde el principo, pero nadie supo encajarlas.
Cuando la historia que cuenta Paul Auster en esta fantástica novela llega a poco más de su Ecuador, aparecen estas líneas, que resumen de una manera certera y clara no sólo lo que ya hemos leído, sino lo que habrá de suceder. Mi relación con la literatura estadounidense siempre ha sido un poco extraña: nunca la he enjuiciado como una escuela, o como un sistema expresivo, como podría uno hacer con la literatura iberoamericana o la literatura inglesa. Evidentemente lo es, y tiene una entidad equiparable a cualquier otra, lo que sucede es que en mi proceso de lecturas, más o menos dirigido, más o menos caótico, nunca me he planteado la literatura de los Estados Unidos como una prioridad, siempre he tendido más a la europea, a la citada iberoamericana, incluso a la asiática... Sin embargo, si hago catálogo de las novelas estadounidenses que he leído, se cuentan por cientos, y la verdad es que muy pocas me han disgustado. Bukowsky es uno de mis escritores favoritos, por ejemplo. Y desde luego no han faltado entre mis lecturas ni Hemingway, ni Azner, ni Sontag, y un larguísimo etc. No me gusta el realismo sucio, en general, Leavitt me parece un autor menor, y American Pshyco de Bret Easton Ellis una de las peores cosas que he leído. Desde luego, en la literatura de los Estados Unidos hay constantes, sobre todo generaciones, como esos finales abiertos, esos círculos que se cierran (y que tanto le gusta también al cine de aquel país, en los que un gesto inicial, como que a alguien se le caiga un pañuelo, aparece finalmente como colofón de una historia de telarañas enmadejadas), y ese desapego de la esperanza, melancolía, falsos héroes (los John Done)...
No haber leído nunca a Paul Auster me parece, ahora, una auténtica barbaridad, porque esta novela, publicada en los 80, y editada en España por Anagrama (que tiene la exclusiva de este autor) no sólo me ha gustado sino que me ha parecido, pese a ciertos elementos más o menos artificiales, una bellísima lectura de la realidad insubstancial de una sociedad que se cree en decadencia, pero que ni siquiera puede estar segura de haber llegado a ese estado. Puedo contar poco del argumento, salvo que el protagonista, M.S. Fogg, pasa por situaciones dramáticas y absurdas como un convidado de piedra a su propia existencia: se regodea en su tristeza, en su dolor, en su falta de suerte, pero hace de la inacción y del desinterés las verdaderas claves de sus tribulaciones. Todo le viene rodado, casual, agota un plazo y se lanza al siguiente sin planificación, no parece nunca reflexionar demasiado sobre sí mismo y su futuro sin parar, sin embargo, de reflexionar sobre todo lo que le rodea, de modo sugerente y brillante. El escapismo de la persona que mientras cae desde cinco mil kilómetros de altura y sin paracaídas piensa "bueno, de momento todo va bien" (la idea no es mía, pero no recuerdo dónde la escuché por primera vez).
Un hombre joven, ante un tiempo borroso y extraño. Asiste a una serie de acontecimientos, como el hundimiento de su propia vida, y nos los explica detalladamente sin dejar de sorprendernos por su claridad y concisión. Se sumerge en un mundo de extraños a los que a veces ni siquiera vuelve a ver, y son ellos los que le dan la vida, la identidad, el sentido. La muerte lo rodea, vive marcado por ella: su madre, su tío y mentor, su patrón, su padre, su hijo... Y a su alrededor más historias con muertes y extrañas complicaciones, casualidades demasiado increíbles para resultar ciertas, pero lo suficientemente verosímiles como para dar cabida al mensaje, a la idea, a lo que subyace en el interior de la excelente novela de Auster. Es el sueño americano, esa absurda idea de adolescente, que madura, que se hace mayor, mientras en Vietnam mueren por miles los soldados y un tal Neil Amstrong llega a la simbólica luna que, equidistante y objetiva, subyace impávida sobre todo el relato. Al final, M.S. Fogg, crece, se hace un hombre, pero lo hace a pesar suyo, sin detenerse a aclarar su identidad como ser humano, ni su realidad como persona. Huye de sí mismo gracias a las vidas de los demás, y sin pensar demasiado, con alguna ocupación de más que le evita el trago de enfrentarse a sí mismo, hasta alcanzar la edad suficiente en la que ya no se puede jugar, en la que la vida va en serio (como dijo Gil de Biedma), y entonces tampoco hay tiempo para detenerse demasiado. ¿Acaso no ha sido así la historia social y política de los Estados Unidos en la edad contemporánea?¿Acaso esa acción sin detenerse a pensar demasiado es lo que causó que la Tragedia del 11-S, lejos de sacar a los estadounidenses de su letargo, los empapara de paranoia? Si encuentras este libro, léelo, es imposible que no te impresione.
Por cierto, este cuadro, del poco conocido pintor estadounidense del S. XIX Ralph Albert Blakelock, titulado Moonlight y que se encuentra en el Brooklyn Museum, aparece significativamente en la acción de la novela, y además la descripción que M.S. Fogg-Paul Auster hace del mismo y del proceso por el cual va entendiendo colores y matices hasta llegar a comprender un todo es una obra maestra de la narrativa, y una lectura que debería ser obligatoria para todos los que miran sin observar, oyen sin escuchar, y hablan sin conocer. Aquí os pongo una foto del pintor, tal y como aparece en wikipedia.

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