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domingo, 22 de abril de 2012

Ser músico: Montserrat Caballé

En esta entrada a mi blog quiero conseguir que escuches una maravilla que nos llega gracias a la labor de Oneguin65, esa persona a la que pronto habrá que pedir le concedan el Príncipe de Asturias de la Cultura, porque está haciendo por la difusión de la ópera en internet más que nadie, y que me horna con su amistad. El otro día encontré en youtube una auténtica joya. Montserrat Caballé en el Avery Fisher Hall de Nueva York, acompañada por la New York Philarmonic Orchestra y bajo la batuta de Zubin Metha. Atención a la fecha: octubre de 1981 (por muchos mitos que circulan por ahí). El concierto tiene un extraño título: Bel Canto y Wagner. Caballé se lanza a una noche que, como mínimo, demuestra su capacidad como músico consumado: pasar de una delícadísima Anna Bolena, de Donizetti, a la Muerte de Isolda, de Wagner, usando como transición Il Pirata, de Bellini;  el Holandés Errante y Tanhauser, también de Wagner. Hace tiempo leí algo que resulta esclarecedor, de acuerdo con este concierto. Un crítico decía que se glosaba siempre a una cantante del pasado, de la que no recuerdo el nombre ni hay registro fonográfico, por pasar de una semana a otra de un repertorio a otro, en principio incompatible. El mismo crítico decía que era lo que Montserrat Caballé llevada haciendo décadas de una noche a la siguiente, sin que a nadie le pareciera excepcional. Pero lo era. Recuerdo también la anécdota de Rudolph Bing, el casi militar director durante años del Metropolitan Opera House, que escuchando en un ensayo a Caballé cantar un aria de Un Ballo in Maschera se acercó al marido de la diva, Bernabé Martí, y con emoción le dijo que estaban escuchando algo para recordar, algo como nunca se había escuchado en un teatro. Martí, extrañado, le respondió algo así como "pero si ella siempre canta así..". Es la maravilla de la Caballé, que durante los años en los que mantuvo el más alto nivel en su carrera, para mí hasta principios de los 90 y que coronó con una enorme Sancha de Castilla de Donizetti, hizo cosas excepcionales, como cantante, como músico, pero las hizo con tal sencillez que nos acostumbró a ello y casi nos hizo pensar que era lo normal, lo que tenía que hacerse, pero no. Incluso después, ya en retirada y cantando sólo cuando le apetecía y lo que pensaba que podía hacer, nos sorprendía con momentos de una belleza inconmensurable (La Vierge, de Massenet, quizá su último gran papel). No era normal, casi nadie ha podido hacerlo, y desde luego ahora mismo nadie lo hace, y este concierto, que espero disfrutes, lo demuestra. Ir en una misma noche de Donizetti a Wagner, y hacerlo bien, es demostrar no ya capacidad vocal o ductilidad, sino sobre todo sentido del estilo y de la técnica, que le permite salvar cualquier escollo sin problemas, y ofrecer al público una sincera interpretación que carece de toda trampa. Entiendo los aplausos de un público rendido a sus pies, porque no era para menos. Comienza la noche con la citada escena "Piangete Voi..." de Anna Bolena, que tantos quebraderos de cabeza le causaría en La Scala por su mal estado de salud y la vendetta de los viudos de Maria Callas. Aquí realiza una interpretación que si bien tiene como escollos los trinos, que siempre le costaron tanto y que resuelve con golpes de glotis (y no importa), resulta magnífica: en la coloratura, en la introspección, en el dominio del estilo,  en el color de la voz. Fraseos que no son de este mundo, con un hilo de voz, regocijándose en el pianísimo, pero a la vez cargados de sentido. Recuerda su memorable grabación de principios de los 60, aunque quizás con un tiempo un tanto más rápido, algo desde mi punto de vista sólo reprochable a la batuta de Metha.
Continúa la velada con una página que Montserrat conoce bien, y a la que intenta dar un golpe de tuerca. Tantas veces se la hemos escuchado, ¿qué más ofrecer? Quizás atendiendo a lo que se le viene encima después, con Wagner, ataca aquí la Escena de la Locura con la que finaliza la ópera Il Pirata de Bellini, y de la que ella es absoluta creadora, con una fiereza casi propia de Norma. Pero si bien nos sorprende esa nueva forma de entender la escena, algo más agresiva, algo más tensa y nerviosa, con mayor locura de lo que era habitual en ella, tampoco nos deja indiferentes. Personalmente creo que algunas de sus interpretaciones de la pieza, anteriores a la fecha, están mejor acabadas, pero Caballé, cuya voz sirvió a Bellini como a ningún otro compositor, sigue siendo capaz de obtener esa tonalidad "lunar" que tanto caracteriza al autor. La interpretación, con ese punto de fiereza, contiene sin embargo la mágica introspección del aria "Col sorriso d'innocenza", sin duda memorable.
Comienza entonces el festival de Wagner, y lo hace con un aria que a mí no me gusta mucho, aunque Caballé consigue interpretar con los elementos propios que el estilo wagneriano necesita. Se trata de la Balada de Senta, del Holandés Errante, una pieza dura, algo áspera, pero con una tesitura que, para Caballé, en principio no debe causar problemas, pese a las contínuas y vociferantes notas agudas que han de sostenerse por encima de la orquesta durante interminables segundos.
Salvada la página, y dejando claro que el estilo no es ajeno a Caballé y que puede resolverlo no sólo sin problemas sino encantando a su auditorio, continúa con el que sin duda es su gran papel wagneriano, el único que cantó en repetidas ocasiones incluso en el circuito internacional: la entrada de Elisabeth en Tanhauser. Es su mejor interpretación, y una escena que no tiene ningún escollo para ella, incluso en el pelígrosísimo final.
Con el público rendido, Caballé finaliza con uno de sus sueños, Isolda, que llevó a cabo en escena tardiamente, pese a la opinión de Zubin Metha, que desde mediados de los 70 le pedía que la hicieran juntos. No se atrevió Caballé y para cuando lo hizo quizás no era la mejor ocasión, aunque su interpretación de esta ópera tiene momentos de arrebatadora emoción. En 1981, Caballé acariciaba la idea de interpretar este durísimo papel, pero aún sólo se atrevía con la escena final, el Liebestod. De esta bellísima página de la historia de la música Montserrat Caballé ha dejado un par de versiones en estudio francamente buenas, y esta es, posiblemente, la mejor que nos ha llegado de sus directos. Es un papel muy distinto a los anteriores, en la línea de las duras wagnerianas, que Montserrat resuelve no sólo con soltura (el sonido de la grabación no le hace justicia) sino con una revisión total del papel. Se trata de una Isolda más lírica, más mujer, más sensual y mística, que en lo vocal consigue los efectos que hasta ahora no se habían escuchado en un teatro, como esas pequeñas "p", indicadoras de "piano" que Wagner colocó aquí y allá en la partitura, y que casi nunca son respetadas. O la enigmática anotación para el primer acto "ferozmente, pero con ternura"... No es la mejor Isolda, y personalmente para mí siempre estará en primer lugar de esta partitura la grandísima Kirsten Flagstad, pero Caballé consigue convencer a todo el que la escucha, su Muerte del Amor nos llega sin tropiezos, y por supuesto sin que nos disguste. Nadie ha cantado los versos finales como ella.
Lo importante estaba conseguido. En una misma noche, Caballé logra pasar de la sutil Anna Bolena a la tremenda Isolda. Lo consigue sin mentiras y con su capacidad interpretativa y su monumental técnica. Sin duda una proeza que, en el futuro, añoraremos, y que la sitúan en el Olimpo de las grandes intérpretes. El público de Nueva York así se lo reconoce. Y creo que cualquiera que hubiera estado allí lo habría concedido.