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domingo, 18 de abril de 2010

Un documento excepcional... Salome de Richard Strauss.

Pulula por internet, concretamente en youtube, desde hace unos días, un magnífico vídeo, debido a una filmación privada, de Montserrat Caballé cantando la Escena Final de Salome, de Richard Strauss. Como mi última entrada está dedicada a una decepcionante función en Madrid de esta ópera, dejo aquí las dos partes de ese video, para disfrutar de una magnífica Salome. Creo que es la New York Philharmonic, y dirige Zubin Metha, debe ser 1981 o alrededores, y Caballé está impresionante, dándole al personaje la brutalidad que le había impreso desde su encuentro con Leonard Bernstein unos años antes, que hizo que variara la concepción que hasta entonces la gran soprano había tenido del personaje. Un gran documento, que se oye regular, pero que permite escuchar a una de las grandes Salome del siglo XX, y la que abrió el camino para que las sopranos líricas se atrevieran con el personaje.


Salomé, de Richard Strauss, en el Teatro Real.

Mucha gente esperaba estas representaciones de Salomé con fruición, yo uno de ellos, y al terminar debo decir que por mi parte quedé decepcionado. Con varias cosas que paso a comentarte ahora mismo. Cuando la música es maravillosa, da igual lo que suceda en el escenario, que disfrutas por el valor intrínseco de la misma, y eso ocurrió la noche del sábado 17 en Madrid. Pero la función cojeaba por muchos aspectos. Se ha hablado hasta la saciedad del montaje, debido a Robert Carsen, pero no, no es uno de los elementos negativos a destacar. Me gustaron muchas cosas. La idea principal, montar Salomé en el decadente escenario de un Casino en Las Vegas cuadraba bastante bien con la acción, y no fue algo especialmente reseñable. Algunos elementos eran francamente absurdos, pero en líneas generales nadie puede negar que el montaje estaba pensado y calculado. Sobraron, quizás, los personajes travestidos (si es que estaban travestidos, aún no lo tengo claro) y algún concepto sórdido de más. Pero en líneas generales la cosa funcionó y muy bien. Herodes convertido en un mafioso acabado, Herodias en su esposa alcohólica, Salomé en la heredera lánguida y adolescente… No, nada de eso causaba excesivas estridencias. Fantástica, en líneas generales, la escena entre el profeta y Salomé, que se desarrolló con una gran plasticidad y elementos que evocaban al Buñuel de La Edad de Oro. En la escena final faltaba cierta intimidad e introspección entre la protagonista y la cabeza cortada del Bautista, pero tampoco funcionó mal, con los personajes secundarios a modo de coro de tragedia griega dirigiendo la cabeza como si de un juguete interactivo se tratase. Lo único que me pareció absurdo fue la Danza de los 7 velos. No ya el hecho de que Salomé se disfrazara de su madre, que es una idea enjundiosa como luego desarrollaré, sino en general la sordidez del momento y los cuerpos desnudos de tanto anciano sobre la escena. Me pareció más una escena para epatar que otra cosa. La trasmutación de Salomé como su madre no era un elemento fatuo: así representaba, en mi opinión, varias cosas. La propia decadencia de la familia, el triunfo de Salomé como heredera, si así disponía de ello, y la culpabilidad de la madre como causante del rechazo del Bautista al amor de Salomé y la propia maldición que caía sobre ellos, por dar sólo cuatro pinceladas a lo que podría ser el elemento más pensado del montaje, y que dejaba a Herodias preparada para lo que me pareció, conceptualmente, más interesante de la idea general de Carsen. Terminado el ebrio paroxismo sexual se Salomé, esta huye con la cabeza del Bautista, y a la orden de Herodes de “Matad a esa mujer” por esta vez no es Salomé la ejecutada, sino la propia Herodias, convertida así en el símbolo supremo de la locura que acabamos de presenciar y culpable de su advenimiento. Una idea ética resuelta además estéticamente con una enorme tensión, con el “coro” esperando para disparar una única pistola vengativa y ejemplarizante. Si alguien merecía ser castigado, en este montaje, era Herodias, y Carsen lo deja definitivamente zanjado sin paliativos.Además, el montaje contaba con momentos de un gran plasticismo, como la caía de polvo de oro de las cajas de seguridad más altas del decorado. Sin duda, Carsen ha estudiado a fondo el texto y la acción, y su propuesta puede resultar más o menos interesante o gustar en mayor o menor medida, pero no es en absoluto absurda ni gratuita.

Los problemas vinieron dados por la parte musical. En primer lugar, la orquesta, dirigida por Jesús López Cóbos. Se nota que han trabajado más, que se lo habían preparado a fondo, pero hubo dos principios trascendentes que sin duda ayudaron a hacer cojear la noche: en primer lugar, el tiempo, extremadamente medido por el metrónomo cerebral de López Cobos, que tiene un metrónomo incrustado en las meninges y es incapaz de librarse de él. Así no se puede dar aire a una orquestación oceánica como aquella. Lo segundo, faltó introspección y sobró volumen. Hay dos maneras, siempre las ha habido, de acercarse a esta partitura, y tiene mucho que ver con las voces elegidas para interpretarla, supongo. Una es una óptica que inadecuadamente podemos definir como wagneriana, y fíjate que yo mismo digo que esta definición es inadecuada. La otra es más recogida en cuanto a volumen pero que saca más partido del intimismo y los matices. En el primer grupo están, por ejemplo, Solti o Karajan, en el segundo Bernstein, Metha, Baremboin… López Cobos optó por el primer camino, porque se lo cree o porque no da para más. Casi estoy por pensar que por lo segundo, yo a este señor ya no lo entiendo. Porque una cosa es una orquestación triunfal y épica, al estilo Solti, y otra cosa un nivel de volumen tan elevado que rompa los tímpanos y sea definitivamente desagradable, arrasando además con cuanta voz esté intentando cantar en escena. Ese fue el gran problema de la dirección musical de la noche, que alcanzó mínimos históricos en la Danza de los siete velos, donde pocas veces se ha escuchado a una orquesta aburrir tan soberanamente. Vale que es un poco “orientalismo de bazar” como ya la describió un día Terenci Moix, pero tampoco tanto como para pasar por ella sin ganas y sin ninguna personalidad.Eso hizo que un cantante como Wolfgang Koch, que interpretaba a Jochanaan, haya sufrido lo indecible por dejarse escuchar. Koch puede con esta partitura y con más, y el volumen de su voz es más que sobrado para poder triunfar por encima del increíble volumen orquestal en los momentos clave que se le exige. Pero el volumen de la Orquesta del Real, la noche del sábado, era imposible de salvar para cualquiera. Desgraciadamente, mucho aficionado cargará las tintas sobre el cantante, que en líneas generales estuvo soberbio, cuando la culpa estaba en el foso. Por cierto, es casi imposible conseguir una foto aceptable de Koch por internet, así que te pongo una en la que parece que está en su primera comunión, lo siento.

Estupendo el Herodes de Gerhard Siegel, que conoce el personaje y lo que puede hacer con él. Histrión, neurótico, déspota, asustadizo y cobarde, Siegel dibujó un excepcional Herodes humanizado por su conversión mafiosa. En ningún momento, como ha de ser, revistió dignidad, sino todo lo contrario, enfermizo y cruel tirano decadente. En lo vocal resolvió con creces su papeleta, incluido el angustioso intento de convencer a Salomé de no cortar la cabeza al Bautista, ofreciéndole con ansiedad y auténtico pánico las mayores joyas del reino.

Nina Stemme, muy aplaudida, fue para mí lo más decepcionante de la noche. La zona aguda fue un auténtico sufrimiento: no hizo bien ningún agudo en forte hasta el mismo final, donde bien arropada por la orquesta los emitió con seguridad. Todos los demás absolutamente chillados, las más veces calados, e incluso en algún momento lanzado demasiado hacia arriba. Los graves las más veces sólo apuntados, les faltó cuerpo y registro. Y apareció un molesto y turbador, a la par que inquietante, vibrato que no paró de molestar en toda la noche. Mi conclusión no es que Stemme, a quien escuché en año pasado y en general es una cantante solvente, estuviera ante una mala noche o esté en decadencia, sino que está cantando una partitura que no le va. Joan Sutherland dijo en su día que si notaba alguna sensación en la garganta o un problema puntual se repetía incansablemente sin lograr resolverlo, ella misma sabía que estaba cantando mal, o que estaba cantando la ópera equivocada. Sospecho que Stemme, que sin embargo resuelve bien escénicamente el personaje con el aspecto aniñado que se le exigía, estaba cantando lo que no debía. Tener una voz wagneriana y potente no significa que puedas hacer Salomé. Eso también forma parte de la dicotomía histórica de esta ópera. Birgit Nilsson, la gran wagneriana, pudo enfrentarse a Salomé y hacerla, quizás algo fríamente, pero su capacidad de matizar le permitió resolver aquellos elementos de Salomé que no están hechos para las grandes Isoldas. Ya Hildegar Berhens demostró que la voz poderosa no era la más adecuada para Salomé, haciendo una princesa francamente aburrida y con problemas de musicalidad. El camino de las líricas, que abrió Caballé a finales de los 60 con una apabullante versión en disco, y que luego siguieron Vasey, Malfitano, Ewing, Saas y tantas otras, demostró que esta ópera había sido en general mal comprendida, y que una lírico spinto con el suficiente volumen pero sobre todo una especial calidad en los matices y las medias voces hacía más por el personaje que las Brunhildas. Salomé es el mejor personaje escénico, en mi opinión, de Montserrat Caballé, y desde luego tras escuchar a Stemme anoche, por ahora no tiene una sucesora evidente en el trono de ese personaje. Porque a Stemme le fallaba, también, la capacidad de apianar, que se le exige en muchos momentos, y está incapacitada para esa necesaria introspección. Su primer “quiero la cabeza de Jochanaan” falló estrepitosamente porque al tratar de recoger su volumen vocal casi se quedó sin aliento. Ese fue otro de sus problemas la noche del 17 de abril: se ahogaba, puntualmente, pero se ahogaba. Definitivamente, prefiero Salomé en un tono más lírico y menos heróico.

Desde mi punto de vista, la triunfadora de la noche fue Doris Soffel como Herodias. La parte vocal, de poner los pelos de punta, como cuando emitió un atroz forte agudo que hizo bajar hasta un grave perfectamente emitido y que se alargó hasta dejarnos a todos al borde del aplauso. Se la escuchaba, emitía con nitidez, la voz era perfecta para el personaje, ligeramente aguardentosa como le pedía su propia escenificación de una Herodias borracha que se tambalea por el escenario… Su capacidad vocal, evidente y poderosa, estaba a la par de su magnífica calidad con actriz, haciendo de esa patética y peripatética Herodias despreciada por su marido, por su hija, y en el ocaso de su belleza perdida. Al terminar, uno tenía la sensación de que había escuchado otra ópera, en la que Soffel se había llevado el gato al agua… Pero por desgracia Salomé es una de esas óperas que si la titular del rol falla, todo se viene abajo, por lo que esa noche ansiada en el Real de Madrid se convirtió en la noche del desconcierto y la decepción.