Según blogger, nos han visitado todas estas personas

domingo, 22 de noviembre de 2009

Oscar Niemeyer, en la Fundación Telefónica.

Últimos días de esta exposición dedicada al arquitecto brasileño Oscar Niemeyer en la Fundación Telefónica de Madrid. Estamos ante un artista centenario, que sigue al pie del cañón, patriarca de la arquitectura mundial y uno de los grandes artífices contemporáneos. La exposición es una retrospectiva no excesivamente intensa, quizás incluso minimalisma, que pierde un poco por un montaje algo parco, pero sobre todo por una concepción escultórica del hecho arquitectónico. La arquitectura no sólo es exterior, sino que es, sobre todo, la articulación del hombre en el espacio. Y si bien con textos e ideas nos recuerdan todo el tiempo que Niemeyer es un gran humanista empeñado en singularizar al hombre dentro de su arquitectura, no hay un sólo ejemplo de plantas, ni fotos interiores, ni estudios de su organización de espacios, salvo un par de imágenes, elegidas casi al azar. La muestra se centra, únicamente, en los exteriores de Niemeyer, sus líneas, sus cubiertas, su limpidez, su sentido matemático y simétrico, las constantes de su repertorio, pero se queda en una visión epidérmica del artista, y uno sale con la sensación de haber visto algo puramente esteticista, pero poco más. Además se articula cronológicamente, sin reflexión tipológica: arquitectura institucional, arquitectura del ocio, teatros y auditorios, viviendas... Había muchas posibilidades, pero la cosa se queda en un contínuo lineal que no sabe muy bien ni cual es el cómo ni cual el por qué. Parece que Niemeyer se explicara en sí mismo, y que sólo ponderando su enorme catálogo y, sobre todo, su lúcida longevidad, está todo dicho.Luego está la hagiografía del arquitecto. Se glosa una de sus cubiertas curvas como la más hermosa del siglo XX... Un poco exagerado, esa forma ni es la primera ni es la única... Se hace mucho énfasis en la sencillez del autor, al que se presenta como alejado de todo divismo y sentido de su singularidad, pero ves la obra y te das cuenta de que eso es mentira, que Niemeyer sabe muy bien quién es y a qué se dedica. Se habla de cómo a sus 102 años está al tanto de los avances tecnológicos de más rabiosa actualidad, y de que es una suerte de mixtura entre lo analógico y lo digital, pero uno intuye que las cosas son bien distintas, Niemeyer bosqueja, da la idea general, y un miembro de su estudio, verdadero especialista en esas nuevas tecnologías, hace su trabajo: no me imagino yo a Niemeyer con el ratón de su Mac utilizando el autocad, porque 102 años son 102 años por muy lúcido que estés. Se declara a Niemeyer el gurú del fin del Racionalismo, cuando sabemos que el agotamiento de ese lenguaje fue anticipado incluso por el propio Le Corbusier, y que fue un descubrimiento de toda una generación Por último, se ponderan mucho sus trabajos desde 1990 en adelante, pero cuando los ves no dejas de darte cuenta de que son bastante repetitivos, incluso algo caprichosos. Demasiado hagiográfica, insisto, los organizadores han intentado mostrar la grandeza de Niemeyer, pero en su afán se han quedado extremadamente cortos, al final no logramos poner al arquitecto en su dimensión, y la visión es parcial y fallida.Oscar Niemeyer es uno de los grandes creadores del siglo XX, pero la exposición sólo es un pálido reflejo de su importancia. Un inquietante autor cuyos exteriores apenas dicen nada de sus interiores, un artífice empeñado en la sencillez de la grandiosidad plástica, en los espacios abiertos, en la ponderación del edificio en medio de la nada... Un auténtico ego arquitectónico. Hay que ir a verla, pero también habría que haber exigido mucho más.

sábado, 21 de noviembre de 2009

La celda 211, de Daniel Monzón.

No suelo hacerte reseñas de cine en este blog, pero esta vez me apetece, porque he visto esta película española y he de decir que salí muy contento con lo que me habían presentado. Voy a salir del armario: no suelo ver mucho cine español. La verdad es que me interesa poco, hay muchas flor de un día, mucha película coñazo, y mucha subvención absurda. Todo eso, combinado, me vuelve cinespañolinapetente. Pero últimamente he tenido dos excepciones, Gordos, que pese a su propia conciencia de trascendente logra ser interesante, y este film dirigido por Daniel Monzón, antes crítico, ahora director de cine.La idea de base es muy sencilla: un joven opositor acaba de conseguir una plaza de funcionario de prisiones en el Penal de Zamora, y acude al mismo un día antes de su incorporación para causar buena impresión y conocer el trabajo que a partir de ahora va a desarrollar. Una vez allí, un cúmulo de casualidades lo dejan desamparado en medio de un motín de dimensiones trágicas, liderado por malamadre, un preso peligroso de los de toda la vida. Cómo se las ingenia el protagonista para hacerse pasar por un preso recién llegado, manipula con inteligencia a los presos para conseguirse una salida, como va perdiendo oportunidades de salir, la inoperancia de las autoridades de la cárcel, y el microcosmos carcelario, tan duro y tan opresivo al mismo tiempo, son parte de la línea argumental del film.Podría ser muy maniqueo: el gobierno malo, los presos buenos, pero aunque hay algo de eso, no llega a empapar la película ni a estropearla. Hay un arquetipo, representado por un funcionario de prisiones chusquero para el que se ha elegido al mejor actor posible, Antonio Resines, en auténtico estado de gracia, pero el que podría haberse convertido en el segundo, malamadre, logra redimensionarse gracias a un guión inteligente y a una actuación prodigiosa de Luis Tosar, tan camaleónico como buen actor, casi me atrevería a decir que, ahora mismo, el mejor intérprete masculino de su generación en España. Malamadre no es ni el antihéroe bueno, ni el preso egoista y siniestro, sanguinario, del cine carcelario habitual. Es un tipo duro, irónico, con el conocimiento propio del buscavidas delincuente que ha pasado la mayor parte de su vida en la cárcel, un punto vanidoso porque quiere ser el líder supremo de una sublevación y que nadie le haga sombra, pero a la vez es un personaje humano, de este mundo, un tipo normal con una vida extrema, con la conciencia justa y una razón para actuar como actúa. Ni siquiera sientes, al final, una gran simpatía hacia él, sólo lo comprendes porque su esencia es normal, humana, habitual, nada prodigiosa ni extravagante. Sólo es un hombre ante su circunstancia. Atención a Tosar, está muy lejos de la cúspide de su carrera y da una lección de interpretación.El protagonista, Juan Oliver, interpretado por el guapísimo actor argentino, casi debutante, Alberto Ammann (que a veces no puede luchar contra su acento patrio, pero no importa), es un ejemplo de astucia y supervivencia, que evoluciona de querer sobrevivir a, pese a todo, entender las razones de los amotinados, para al final hacer de la lucha algo propio no por altruismo, sino porque recibe un golpe irreparable en su vida personal del que no sabe ni quiere recuperarse, y del que se entera mientras está haciéndose pasar por preso. Es decir, no es un héroe comprensivo, sino es una persona que actúa por instinto hasta perder la cabeza al perder la esperanza. Hay que seguir a Alberto Ammann, interesante y regular pese a su juventud, con algunos problemas de vocalización como todos los actores jóvenes, y el handicap de un fisico demasiado parecido al de Félix Gómez (compárense la foto de arriba, de Ammann, con la de debajo, de Gómez, y dime si no parecen hermanos).Claro que tiene algún agujero (Carlos Bardem, muy flojito), incluso claroscuros, algún interrogante tiene mala respuesta, pero la película tiene ritmo, tiene historia, es tensa, los personajes son reales, no hay excesos ni de violencia ni de épica: es una relectura del drama carcelario y un producto digno con una factura muy diferente a lo que muchas veces nos depara el cine nacional. Una película competitiva, que creo que no te debes perder. Daniel Monzón se estrena con un filme de calidad, y espero con fruición sus próximos trabajos.

Bifurcaciones, de Darío Urzay, en la Fundación ICO.

La fabulosa Fundación ICO, en Madrid, tiene una más que coqueta sala de exposiciones donde suelen organizar muestras interesantísimas de algunas de las cuales he dado señal en este blog en el pasado. Hoy, sin saber muy bien qué es lo que había, decidí entrar con un amigo cuando la primera opción, que era una exposición de arquitectos japoneses en la Casa Asia estaba cerrada. El artista vasco Darío Urzay presenta su colección Bifurcaciones, que en teoría reflexiona sobre las decisiones que un creador ha de tomar ante el proceso artístico, que se presenta aquí no como un hecho lineal, sino como fruto, muchas veces, de causalidades. Los artistas del Renacimiento tendrían mucho que decir al respecto. Colores agradables, técnicas novedosas aplicadas hasta la saciedad, lo cierto es que sin decir que me desagradara, me pasó algo realmente negativo: al final no tengo claro ni cuál es el discurso de Urzay ni sé a dónde quiere llegar. Instalado en el descubrimiento de una forma, contento con la elección de una determinada técnica, salpicado de un cierto y vago neoruralismo, tan propio del proceso creativo vasco en las últimas décadas, al final la sensación era de estar ante la obra de un artistas autocomplaciente, irregular pese a su monotonía, y que realmente no tiene demasiado que decir. Interesante como curiosidad, intrascendente con todo lo que hay que ver, ahora mismo, en Madrid.

sábado, 14 de noviembre de 2009

L'italiana in Algeri, de Rossini, en el Teatro Real

Acabo de llegar de ver en el Teatro Real esta inspirada ópera cómica de Rossini, que conocía por grabaciones pero que nunca había visto escenificada. Reconozco que iba cansado y con pocas ganas, pero que pronto me entusiasmé por el espectáculo: ha sido una delicia. No es el sumun de la ópera ni de la música, pero la farsa es divertida, la música muy agradable y de buen nivel, no obstante es Rossini, y el montaje muy bonito. A ello me referiré en primer lugar. Se trata de una coproducción del Real con el Maggio Musicale Fiorentino, el Grand Théâtre de Burdeos y la Houston Grand Opera, y la dirección escénica corre a cargo de Joan Font, de Els Comediants, con Joan Guillén como escenógrafo y figurinista. Como es propio de estos autores, la escena se llena de gente, hay juegos y trucos por todos lados, y una gran agilidad, en medio de un variado colorido. Los trajes, francamente encantadores, con los enormes turbantes de los turcos pululando por doquier, y los efectos de grandes marionetas, espejos, veladuras, y enormes armazones en escena regaban una trama enloquecida y muy ritmica. Estupenda la labor de los bailarines y figurantes, especialmente de los eunucos, cuyo amaneramiento hacía las delicias del espectador. No era una escenografía deconstruída, ni milimanista, ni tampoco histórica, sino bastante fresca y funcional, pues pese a todo lo que podía llegar a ocurrir nunca resulta aparatosa. Servía muy bien al texto, y la idea de que los personajes bailaran con la música, o marcaran el ritmo mientras cantaban, me pareció que añadía encanto a toda la representación. Personajes de ópera conscientes de que están cantando. Por cierto, Ikea ha debido de pagar parte del atrezzo.En cuanto a los cantantes, la cosa funcionó, pero con irregularidades, aunque finalmente la noche fue bastante redonda. Quiero empezar por Maxim Mironov, que hizo de Lindoro, atractivo, por su físico y por su canto, tenor cuya voz aún tiene la falta de cuerpo propia de la juventud, pero que sabe cantar este personaje. Casi un tenorino, mantiene un buen nivel de volumen, la coloratura no le causa problemas aunque no es aún de una agilidad pasmosa, y tiene talento expresivo. Hay que seguir su carrera, porque, insisto, es joven y está aún en desarrollo, pero tiene un enorme potencial. Imagino que por esos foros de dios lo estarán poniendo verde, pero desde el punto de vista técnico poco tengo que achacarle, y la afinación fue correctísima en todo momento. Se entregó a todas las pantomimas con credibilidad, y supo estar divertido y melancólico cuando tocaba. Francamente, la revelación de la noche.Davinia Rodríguez, grancanaria ella, como Elvira, simplemente cumplió. No es un papel de grandes lucimientos, pero cuando tuvo que subir al agudo más alto del pentagrama en esta obra, resultó algo sosa y estridente. Aún le queda, creo, mucho por trabajar. De Angélica Mansilla, Zulma, decir que tiene una voz más agradable, pero el papel tampoco le daba para mucho.Borja Quizá, Haly, me resultó muy interesante por su capacidad expresiva y su nivel de matización. También me resultó sorprendente su agilidad... Todo esto referido, eso sí, a su faceta actoral, que sin ser de echar cohetes estaba trabajado. Como cantante... La broma de siempre, quizá alguna vez lo sea. Los recitativos no le daban para mucho, aunque al menos se le escuchaba, en las partes de conjunto sólo hubo una vez que, bien colocado sobre el foso, pude sentir que movía la boca y además emitía algún sonido, porque escuchar se le escucha poco. En su ligera e intrascendente aria simplemente cumplió, pero dejó ver sus carencias: canto poco elegante, problemas con el tempo, apresuramiento, versos mal acabados, y una notable carencia de volumen. El público le dio una tibia respuesta con aplausos ahogados. La voz es muy pequeña, yo no creo, tras escucharlo por tercera vez, que sea barítono, sino un tenor corto. Corto no sólo por su estatura. Corto e incluso cortito. No es un músico, ni lo va a ser, y francamente no sé por qué recala tanto en el Real, aunque sea para hacer papeles intrascendentes. Un comprimario de mayor categoría habría sacado más jugo de este personaje. El cantante gallego me supuso una vez un quebradero de cabeza, porque viéndolo en La Boheme en A Coruña se me ocurrió comentar que no me habia gustado y que apenas se le oía y dos fans de la tierra a punto estuvieron de asesinarme allí mismo, con grandes risas por parte del amigo, por llamarlo de alguna manera, que me dejó ser bocazas a sabiendas de lo que pasaría. No creo que pueda calificarlo siquiera de correcto. El público estaba de acuerdo, pues cuando salió a saludar la intensidad de los aplausos bajó perceptiblemente, y no se escuchó ni un bravo pequeñito.
Carlos Chausson estuvo inmenso como Taddeo. La voz es formidable, y en Rossini está en su elemento, se nota su especialización. Perfecta emisión, técnica prodigiosa,y una entrega al personaje sin ninguna grieta. Es un placer escuchar un cantante con tal nivel de perfección, y fue uno de los grandes triunfadores de la noche. No cabe decir lo mismo de Michele Pertusi, el Mustafá de la ocasión, que si bien escénicamente funciona de una manera pasmosa, es un gran actor y sabía lo que debía hacer con un personaje tan estridente, vocalmente le pongo muchos peros. Al comienzo, las coloraturas le podían, aunque a medida que calentó la voz la cosa fue mejorando, pero no posee un volumen espectacular ni una voz especialmente bella. Es un cantante de oficio.La más braveada de la noche fue la ahora muy reconocida Vesselina Kasarova, Isabella, protagonista de todo el embrollo. No es mala mezzo, pero no me convence cómo acaba las coloraturas, que a veces parecen aspiradas, y otras veces una especie de máquina taladradora que emite sonidos secos y sin continuidad. Su legato es discutible, y en algunas ocasiones, especialmente en los graves, yo diría que estaba engolando. Francamente me decepcionó, aunque supo meterse al público en el bolsillo, y en su aria final llegó a momentos espléndidos. Irregular, en líneas generales.Quiero añadir, pero no voy a dar nombres porque no se puede probar y no me gusta caer en el libelo, que estoy casi seguro de que al menos una de las voces femeninas estaba amplificada. Como en una ocasión anterior, en un determinado momento se la escuchaba doble, como si se estuviera repitiendo el sonido una décima de segundo más tarde. O eso, o tiene la emisión más extraña que yo he escuchado en mi vida. Y tengo mis dudas sobre si alguno de los masculinos, pero para dejarlo claro, no era Borja Quizá (porque si amplificado no se le oía es ya para matarlo).
Pero, pese a esas cositas que apunto, la velada fue incuestionablemente un éxito y todos salimos bastante felices de lo que habíamos visto, una noche encantadora. Ni que decir tiene que ver a los bailarines y miembros del coro descamisados y con el pecho al aire fue un aliciente. Quizá también lo fuera para algunos de los cantantes de la representación. El coro masculino no estuvo mal, para lo que a veces sucede en el Real, y su implicación escénica fue notable. La orquesta... Lo de siempre, cuando la dirige ese maestro en formación que es López Cobos, que movía la batuta muy irregularmente, se nota su falta de experiencia... Tuvo algún buen momento, no lo niego, no llegó a los niveles de desastre de los Strauss del día anterior, pero en general orquesta y director estuvieron poco finos: como siempre, los vientos a veces se lanzan a tronar como si quedara alguna Brunilda en escena inmolándose. Alguien debería hacer algo con la sección de viento - metal de la orquesta, quizás echarles cubos de agua para bajarles el ímpetu. No sé, tal vez el director pudiera hacer algo al respecto, porque con otros maestros en el podio no suele ocurrir lo mismo. Creo que a partir de ahora cuando toque hablar de López Cobos y la orquesta del Real, lo resolveré con un simple en su línea o como siempre. Estoy un poco cansado del tema. López Cobos es un desastre como director musical del Real, y repito, como dije ayer, que ensombrece un pasado glorioso.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Renée Fleming en el Teatro Real... Habe Dank!

Llego con las sensaciones un poco divididas del concierto de Renée Fleming en el Teatro Real de Madrid. Ella estuvo maravillosa, tras un comienzo algo accidentado, pero me pasa lo de siempre: el repertorio escogido. Acaba de grabar un disco de arias veristas, y si bien el verismo siempre me gustó poco, ahora ya me gusta nada. Acepto I Pagliacci de Leoncavallo y poco más. Musicalmente me parece, todo el estilo, auténtica chatarrería musical. Desde el punto de vista del drama, argumentos de sinsentido donde priman héroes y heroínas de cartón piedra aunque se clasifiquen de realistas, con emociones desorbitadas que, musicalmente, se resuelven con compositores mediocres por medio de mucho agudo en forte o contrapunto en graves imposibles. Como dijo la Tebaldi: con chillar un poco y poner cara melodramática lo tienes resuelto. A finales de los años 60 del siglo pasado, Montserrat Caballé cantó en Philadepphia Andrea Chenier de Giordano, y muchos críticos dijeron que si bien había estado fabulosa, lo cierto es que cabía preguntarse si esa voz, tan hermosa, y ese talento musical eran para malgastarlo con ese tipo de música. Caballé entendió el mensaje, y no volvió a cantar ese rol, ni otros por el estilo, hasta que su voz hubo alcanzado muchísimo más peso y su repertorio habitual se resentía. Yo ahora me pregunto lo mismo de Renée Fleming. Verdad es que no va a cantar nunca estas óperas completas en escena, pero malgastar un talento y una voz así, una personalidad musical que nos ha dado excepcionales representaciones en el repertorio francés, en Mozart, en Richard Strauss, en óperas eslavas, en numerosas obras contemporáneas, incluso en Barroco, es un desperdicio.Ahora bien, si la Caballé del esplendor regresara a dar cien conciertos de verismo, allí estaría yo en primera fila, y disfrutaría como el que más. Con Renée Fleming en escena, cante lo que cante, siempre saldrás contento, porque lo hará bien. Estos días se escribirán maravillas en los foros, ya imagino a algunos que vi por el Real afilando el cuchillo, acerca de si Fleming no está bien y otras tonterías. Lo que sucede es que Fleming acaba de cumplir 54 años, y está en un momento de inflexión de su carrera. Ya no tiene, es normal, la voz de hace 10 años, y está lejos del declive, sobre todo porque es muy inteligente y sabe dosificar su trabajo, pero ya surgen algunas dificultades propias de la edad, la voz se ha ensanchado, oscurecido un poco, y ella se ha puesto manos a la obra con su actual estado vocal, formidable aunque lo dicho pueda resultar un contrasentido. Existen grandes voces y grandes cantantes. No siempre se conjugan. Grandes cantantes sin una gran voz fueron Alfredo Kraus, Carlo Bergonzi o Dietrich Fischer Dieskau. Incluso podríamos meter en el mismo saco al grandísimo Jon Vickers. No eran grandes voces porque o no eran especialmente grandes en volumen o extensión, o siéndolo el timbre era feo o leñoso. Pero eran auténticos músicos, grandes cantantes, y todo lo demás daba igual. Existen grandes voces y grandes cantantes a la vez: Montserrat Caballé, Kirsten Flagstad, Mirella Freni... Muchos, realmente, los olímpicos prácticamente todos. Luego existen cantantes, con voz, pero que no tienen ni idea de cantar, como últimamente J. (¿es Jonas?) Kauffman y muchos otros. Para ser un gran cantante hay que ser un gran músico, como he dicho antes, y eso, en el mundo de la ópera, no te creas que sobra, más bien lo contrario. Renée Fleming está en la frontera de la gran voz, realmente sorprende porque no es especialmente grande ni voluminosa, pero con una excepcional técnica se defiende y se crece. El instrumento, aunque pueda ser pequeño, es de una gran belleza. Pero es que además es un músico incomparable, pocos cantantes hay hoy en día con un dominio tal de los estilos que canta, de lo que hace, y de la música como concepto. Esta noche pasó de Rossini a Verdi, de ahí a Strauss, se metió en los veristas, hizo un alto con Puccini, y cerró con un bis de nuevo dedicado a Richard Strauss, y lo hizo cambiando el estilo, la emisión, incluso la técnica, de manera perceptible: dominaba todo lo que estaba haciendo.Cuando Caballé, hablo mucho de ella en esta cadena pero es que hay una razón, debutó en Nueva York, un crítico en el New York Times escribió la ya celebérrima frase Callas + Tebaldi = Caballé. Yo esta noche no paraba de pensar Caballé + Schwarkopf + Freni = Fleming. Eso no le quita, en absoluto, personalidad, sino todo lo contrario. Esta gran soprano norteamericana pertenece a la línea de la tradición que se remonta al pasado y que la emparenta con Caballé, Freni o Tebaldi en cuanto al perfecto equilibrio entre expresión y belleza, lo que implica un gran dominio técnico. Pero de Schwarkopf le viene la entrega al texto y a la inmersión dramática. Por suerte, en su dieta fonográfica, porque se nota que escucha mucho antes de lanzarse a hacer su versión, no está Maria Callas y toda la parentela de eximias actrices (las de la cara melodramática, las que podían inventarse la partitura sin que pasara nada, y a la pruebas me remito, escúchese a Callas cantando Norma partitura en mano y verán lo que quiero decir). Buena actriz, que sabe que en la ópera la inflexión dramática no puede olvidarse la música, lo que implica un enorme sentido de la expresividad vocal. O sea, Montserrat Caballé. Se nota que es un antecedente directo de Fleming, porque este concierto pudo haberlo firmado la catalana hace un par de décadas: piedras de toque del repertorio, piezas eximias de lieder, y obras desconocidas que interpretó magistralmente pero con las que hay pocas posibilidades de hacer comparaciones. Para una soprano que entra en la madurez vocal, es el camino más correcto, Fleming ha aprendido la lección.Comenzó el recital con un aria de Armida de Rossini, cuyo tempo me pareció excesivamente lento, aunque una soprano como ésta puede mantenerlo, y así mostrar la agilidad de la que es capaz, que no es de una coloratura, evidentemente. Tuvo algún problemilla muy puntual de emisión, con alguna nota que llegó raspada, pero resolvió con facilidad. Luego, una de sus grandes creaciones, la Canción del Sauce del Otello de Verdi. Renée Fleming sólo ha cantado tres papeles verdianos, muy inteligentemente, la Desdémona del referido Otello, la Violetta de La Traviata, y Amalia Grimaldi, de Simon Boccanegra. No le hace falta ninguno más, y si se lanzara a otros podría ser muy interesante el resultado, pero su voz posiblemente se resentiría, aunque a uno le gustaría verla en la Leonora de Il Trovatore. Esta noche, su intervención como Desdémona me llegó realmente a emocionar, es una pieza a la que tengo un gran cariño, y logró resolverla con toda la tensión y la melancolía que se esperaba. Renée Fleming se acerca, creo, a todo lo que canta, con una enorme humanidad, intentando dotar a todas sus interpretaciones de un claro realismo tangible, y esta Desdémona era el equilibrio perfecto entre el dolor, la resignación, y la melancolía. Ambas arias, por cierto, han sido piedras de toque de la Caballé, siguen las coincidencias...... Como siguieron en la segunda parte del concierto, que empezó con cuatro lieder de Richard Strauss asesinados por una orquesta sin matices y mal dirigida pero que la voz de Fleming supo elevar a lo más alto, eligiendo, además, la versión de Dedicación orquestada por el propio Strauss en 1940 y que no suele interpretarse, y que Montserrat Caballé había cantado en directo en París dirigida por Leonard Bernstein y que ambos grabaron después por primera vez en la historia fonográfica para Deutsche Grammophonn (la diferencia con la versión habitual es que se intercala un verso, Du wunderbare Helena, justo antes del final, lo que incluso el Teatro Real desconoce porque en el programa de mano se presenta la primera versión del lied). A partir de ahí, el verismo de Giordano y Leoncavallo, del que se cantaron dos arias de su versión de La Boheme (más casualidad, la primera vez que se grabo una de ellas también fue con la Caballé), para después dar un guiño y pasar de nuevo a La Boheme, pero esta vez de Puccini (otro compositor al que cada vez le tengo menos aprecio, y en especial esta ópera empieza a resultarme un monumento a la cursilería), donde Fleming llegó al arrobo. Siguió Giordano, con una estremecedora escena final de Fedora al término de la cual yo braveé sin pudor, y finalmente un aria de Iris de Mascagni que gravitaba entre una intoxicación de meztcal o directamente la esquizofrenia, pero que en la voz de Fleming tuvo incluso algo de sentido. Después el paroxismo, un Teatro Real entregado que aplaudió hasta límites insospechados, y braveos sin ningún tipo de pudor. Siguieron tres propinas, O mio babbino caro, de nuevo un guiño a Caballé, y este no puede ser casual, aún hoy se considera la versión de la catalana como la más bella de cuantas se han grabado, y ella lo incorporaba siempre como bis de sus conciertos, hasta hace escasísimas fechas. Un retorno a un trilladísimo verismo de Zandonai que me interesó poco, y finalizó ni más ni menos que con el lied Morgen de Richard Strauss, nada que ver con todo lo anterior, que Renée Fleming ha hecho suyo con una versión que debe poco a las típicas de los cantantes centro y norte europeros y mucho más con otras, más líricas y sensuales (y de nuevo Caballé pululaba por allí, pues para mí la catalana ha hecho una de las versiones más incontestables de esta hermosísima canción).Pero si bien hago tantas alusiones a la Caballé, es para ahora poder decir que bien, que hay muchos puntos de conexión y que es evidente que Fleming conoce el repertorio y el hacer de la grandísima Montserrat y la tiene como soprano de cabecera, pero no es menos cierto que sus versiones son personales, pensadas, diferentes, y en absoluto copian o suenan a Caballé, son debidas al criterio estético y musical de la americana, y brillan por méritos propios. Es lo que hace a los grandes cantantes.La orquesta del Real fue un desastre, como en el pasado, los vientos se confundieron de compositor y parecía que estaban con Wagner, absolutamente excedidos en cuanto a volumen. No quiero hablar más de López Cobos, un gran director que está echando por tierra su prestigio cada vez que toma la batuta en Madrid, pero tiene un metrónomo incrustado en la cabeza, alguien debería prohibirle usar relojes, no se puede encorsetar así el sonido, y si Fleming era capaz de pasar de Rossini a Verdi, de ahí a Strauss, sumergirse en el verismo y finalizar de nuevo con un lied con un perfecto cambio de estilo, la orquesta, con López Cobos a la cabeza, no supo hacerlo. Los matices inexistentes, desaparecieron unos cuantos silencios, la ejecución tosca, y con Strauss... Simplemente eso era cualquier otra cosa, yo no soy director y no sé decir cómo se dirige a Strauss, pero sí soy capaz de afirmar que desde luego así no. Una orquesta que con directores invitados ha estado sonando bien y controlada, vuelve a ser un desastre con el director titular. Las plañideras de Cobos, que las hay, seguirán negando la evidencia, yo estoy deseando que este señor se marche.Decir, por último, que Fleming firmó discos al final de concierto en la tienda del Real, para lo cual los aficionados se lanzaron a comprar unos discos de precios excesivamente hiperventilados, si se me permite la metáfora. Me parece una ordinariez, ya lo he dicho, y creo que los grandes coliseos, y los grandes artistas, deberían prescindir de este tipo de circos. Ahora, un video para no perder las buenas costumbres, que une a la fabulosa Renée Fleming con otro músico excepcional: Cecilia Bartoli, que actúa el 12 de diciembre en el Real, y ¡ya tengo entrada!

Y un segundo, para escucharla en solitario, con uno de los Cuatro Último lieder de Richard Strauss.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Gerarld Finley en La Zarzuela. Sigue con buen pie el ciclo de lied.

El barítono canadiense Gerald Finley llegó, vio y venció en su debut madrileño, ante un público entregado, exigente, y ruidoso (qué asco de toses en el peor momento), como es el de los Ciclos de Lied del Teatro de la Zarzuela. Se trataba de la segunda entrega de esta XVIª edición, y el cantante estaba acompañado de un viejo conocido de la casa, el pianista Julius Drake, que en nuestro pequeño y encantador teatrillo ha actuado junto a grandes figuras como Ian Bostridge, de hecho volverá en junio para cerrar el ciclo con el famoso tenor inglés.Finley comenzó con Dichterliebe, de Schumann (Amor de poeta) un magnífico conjunto de poemas musicados con una duración total de unos 40 minutos, sin apenas pausas, todo un reto para cualquier cantante y cualquier pianista. Desde que comenzó, aparecieron las virtudes del barítono: una voz rotunda, fuerte, pesada, grave, de esas que algún aficionado a la ópera diría qué pena que no cante Verdi sin darse cuenta no sólo de que está diciendo una bobada sino perdiéndose algo tan maravilloso como el lied, ante el cual yo tiraría toda la ópera italiana que existe (y soy un amante de la ópera). Una buena entonación, afinación casi perfecta (sólo siendo puntilloso le sacaremos problemas a eso), una línea de canto excelente, buena técnica aunque con alguna sombra, quizás debida a una formación un poco tardía, dicción, fraseo inmaculado. Lo que tiene un buen cantante. Desgranaba cada poema con emoción, pues es un magnífico actor que sabe introducirse en el texto y transmitir una buena gama de emociones.Pero al mismo tiempo que estas virtudes, aparecieron los problemas, que para mí son cuatro: dificultad para matizar a media voz y en piano; problemas serios con el agudo, al que siempre llegaba apoyando levemente desde media nota, o un cuarto apenas, más abajo, ninguno salía libremente a no ser que fuera en ataque y en forte; problemas, muy serios también, con el volumen, pues tenía dificultades para graduarlo y de ahí derivaban los problemas de agudo, que en forte desaparecían; y una cierta falta de elegancia. No quiero decir que fuera basto, que no lo era, sino que le faltaba la elegancia, el estilo, la vulnerabilidad que exigía la pieza. Es un verdadero coñazo, permíteme la expresión pero esta es mi casa, hacer siempre alusiones a Fischer Dieskau, a Bostridge, a Baar, o a otros grandes liederistas, pero lo que a ellos les sobra a Finley le faltaba, ese punto intermedio en que el cantante debe ser más frágil para evocar con todo su significado el texto de Heinrich Heine y la música de Schumann, tan inspirada. Así, cuando Finley dice ¡florecillas, florecillas!, parece que las está pisando, más que contemplando. No quiero ser exagerado, pero si bien no me dejó frío, fue una eficiente interpretación y la obra es difícil y Finley la defendió con notable alto, le faltó ese punto que un género tan metido en el Romanticismo alemán necesita. Aún así el público agradeció y aplaudió a rabiar, y a mí me gustó aunque me causó cierto excepticismo.En la segunda parte, Finley se lanzó con canciones de Ravel, francamente difíciles, las Histories Naturelles en las que los protagonistas son animales, y aquí, que no necesitaba esa vulnerabilidad, estuvo a sus anchas, divertido, con talento, inspirado, varonil y con una intencionalidad que empapaba su voz. Me gustó especialmente la dulzura de El martín pescador. Lo mismo con las canciones de Charles Ives, que no necesitaban de un gran maestro para sacarlas adelantes, y con las, para mí, tediosas piezas finales de Samuel Barber, de las que sólo salvo las basadas en poemas de James Joyce, por lo buenísimo del texto, muy bien interpretado por Finley, que se está especializando en los compositores norteamericanos. El público, al final, estaba arrobado, y si bien yo no participaba de los bravos, creo que Finley aún puede dar más de sí y que en el futuro sí que lo bravearé si no se convierte en flor de un día. Finley regaló 4 bises, populares y divertidos, cerrando con una canción escocesa. Julius Drake, como siempre, impecable y un excelente pianista de acompañamiento. Me apetece mucho indagar en su carrera en solitario.Seguiré a Gerald Finley con mucho interés, aunque reconozco que lo que no me gusta de él me pesa demasiado, pero quizás se corrija en un futuro. ¡Ah! el cantante aprovechó para vender sus discos, anunciando que los firmaría a la salida del concierto, y había que ver lo lanzados que fueron muchos en comprar todo lo que se nos ofrecía. Nunca me ha gustado esa costumbre, la hizo Didonato el año pasado en el Real y me pareció una vulgaridad. Un video de youtube para que escuches a este buen cantante, en este caso de ópera, pues Finley ha ido desgranando a Mozart y el repertorio barroco intensamente, Tchaikowsky, Britten, Stravinsky, Debussy, y además, loable para mí, numerosas piezas contemporáneas, como un estreno absoluto de Saariaho.

Una grabación de Tristán e Isolda, de Wagner.

EMI decidió cerrar un ciclo de óperas en disco (desde entonces sólo edita DVDs) de varias décadas con una grabación de Tristan und Isolde, de Richard Wagner, emulando aquella gloriosa e histórica primera gran grabación dirigida por Furtwängler y con las interpretaciones estelares de Kirsten Flagstad, Ludwig Suthaus, Blanche Thebom, Dietrich Fischer Dieskau y Josef Greindl, de los primeros años cincuenta del siglo pasado. Para este capítulo final, un reparto de campanillas del que sobresalía el reclamo de Plácido Domingo, que se atrevía a grabar un papel que, honestamente, él mismo ha dicho que jamás podría haber hecho en escena. Hace un par de años que esta grabación circula por mi discoteca, y nunca me había atrevido a escucharla: siento una gran admiración por Plácido Domingo, que se ha labrado, con sudor y trabajo, una reputación y un nombre en la historia de la ópera mal que pese a muchos, aunque no sea mi tenor favorito. Disfruté como nunca la última vez que lo vi sobre un escenario, cantando La Walkiria en Barcelona, en la que tuve un coraje admirable y lo que le faltaba de voz le sobraba de presencia y poder escénico.Nunca he hecho una reseña de un disco, y si me atrevo a hacerla de este, es porque hoy, por fin, me lo he puesto, y en tres horitas largas lo he escuchado con total interés. Es una de mis óperas favoritas, la que más veces he visto en escena y con la que siempre disfruto. La música es tan buena, tan intensa, tan real, que la cante quien la cante, o por torpe que sea la interpretación, siempre me electriza. Hoy ha pasado algo parecido, la fuerza de la partitura me ha podido, a veces hasta el límite de la emoción y de las lágrimas, pero al final creo que me rindo a una evidencia: no sólo no es, no lo esperaba, una grabación referencial, sino que creo que pasará a la historia como una curiosidad.El gato al agua se lo lleva Nina Stemme, una de las grandes Isoldas del momento, que hace una interpretación intensa, impecable, emocionante hasta el dolor, con un Liebstod arrasador al final. Pero... Cuando uno escuchaba la vieja grabación de Furtwangler, con los mencionados Flagstad y Suthaus, o las de Bohm o Solti con Birgit Nilsson y Wolfgan Windgassen, había algo que te transportaba, que te llevaba más allá, especialmente en el maravilloso dúo de amor, auténtico coito musical. Eso me faltó en esta grabación, ese momento, este transporte, y es debido a tres cosas, fundamentalmente. La dirección, de Pappano, es fría, y no tiene los matices necesarios, ni parece haber acabado de dominar la obra, aunque está en camino. La técnica de grabación es impecable, pero le falta brío, fiereza, fuerza y mordiente. Y finalmente está Plácido Domingo. Vamos a ver, suena impecable, no se deja una sola nota, y puede con el papel (en grabación, claro está) pero uno intuye que ha sido demasiado ayudado desde la producción, porque le falta fuerza, tensión, fiereza, ese brío con el que Domingo suele apabullarnos no está por ningún lado, y su Tristán, más heróe de cartón piedra que humano, se pierde en un canto impecable, un esfuerzo por resultar creíble, y una depurada pronunciación del alemán, pero no está vivo. A veces me decía mentalmente, venga Plácido, sube, saca fuerza, échale narices, pero no, el tenor no lo hacía, leía su partitura, atacaba en forte donde debía, pero parecía cantar demasiado relajado e incluso tranquilo y sereno. La falta de germanicidad es absoluta. Estoy convencido de que un planteamiento inicial mejor habría hecho que Domingo diera más de sí, y también una década menos. Las campanillas del reparto, la dirección solícita de Pappano, la expectación pública por esta grabación, hacen que Plácido Domingo se pase de impecable, de elegante y de cauto, y finalmente da lugar a una grabación en la que uno dice sí, lo ha hecho, pero el resultado es aburrido. ¿Debes escucharla? Por Stemme, por Bostridge, por Pape o por Fujimura sí, pero no esperes un clímax, porque no lo hay.

Lulú, de Alban Berg, en el Teatro Real.

Me ha costado mucho decidirme a escribir esta reseña de la ópera Lulú, de Alban Berg, a la que tuve la suerte de poder asistir hace poco más de dos semanas. Me ha costado porque la representación, en el Teatro Real, ha sido más que polémica. El primer día, abandonaron el teatro dos tercios del público, y algunos de los que se quedaron mostraron su desagrado por medio de abucheos, sobre todo a la producción. El día que yo fui, también hubo desersiones, y al final estábamos poco más de la mitad de los que habíamos ido, con lo cual pude ver el segundo y el tercer acto cómodamente sentado en una butaca de visibilidad plena.Fui a la representación con miedo, lo que se leía en los periódicos era apabullante, en cuanto a las reacciones del público, algunos amigos queridos me habían hablado bien de la ópera pero regular del montaje, y no me metí en los foros porque posiblemente supuraban hiel. Asustado porque esperaba una música muy extrema (conocía Wozzeck y la verdad no me parecía tampoco una música en exceso extravagante, y lo que había escuchado de Lulú me había interesado mucho), unos cantantes desastrosos y una puesta en escena horrible. Vamos, que era como para ir asustado, ante la fuerte presión crítica a la que los aficionados habíamos estado sometidos. Pero... obró el milagro de la buena música y de lo bien hecho. Lulú es, sin género de dudas, una de las grandes óperas de la historia, y si me hicieran hacer esa celebérrima lista de cinco óperas que llevaría conmigo a una isla desierta o salvaría del desastre, sería una de ellas sin duda, con Tristan und Isolde de Wagner y alguna más que por ahora me reservo. Musicalmente es de un gran lirismo en muchas de sus partes, y el ideal dodecafónico no es sinónimo ni de extravagancia ni de atonalidad ni de disonancia. En el Teatro Real se han escuchado óperas más duras, como el Caso Makropulos, sin ir más lejos, y el público lo ha recibido con entusiasmo. Y dentro de un mes viene Jenufa, que musicalmente también me parece mucho más árida. Pero Janajeck, como dice una amiga mía, está de moda, en toda Europa, y parece que hay que disfrutarlo Tampoco es libreto es atroz, todo lo contrario, tiene coherencia, es poético (salvo los versos finales de la Condesa Geschwitz, cuando dice voy a regresar a Alemania, me matricularé en la Universidad para estudiar jurisprudencia y defender los derechos de las mujeres, que no sé a quién se le ocurre hacer cantar eso, en alemán, a una mezzosoprano), y en absoluto es ininteligible o difícil de seguir, y ahí vuelvo a poner el ejemplo de El Caso Makropulos, que es casi imposible y extremadamente lioso.Entonces ¿qué pasó? Pues no lo sé. Hay quien dice que a los que nos gusta eso ópera es que somos unos snobs, pero yo empiezo a pensar que es al contrario. No hay nada en Lulú que justifique esa reacción del público, salvo el hecho de querer mostrar el desagrado por una temporada que no les gusta, pues en el Real el público hace tiempo que quiere ser el que manda sin contemplaciones. Pero esta vez creo que han pinchado en hueso, y a las pruebas de Janajeck me remito. Un teatro público no sólo puede, sino que debe, es su obligación, presentar obras poco conocidas para el público y fomentar la composición contemporánea. Aunque, todo hay que decirlo, para quienes han cacareado sobre la contemporaneidad de Lulú, quiero recordar que fue compuesta en 1935, sólo siete años después de la Turandot de Puccini, que queda desde el punto de vista musical y artístico a años luz, hacia atrás, de esta estupenda historia. Una obra con 72 años es de todo menos contemporánea. Tengo la sospecha, cada vez más comprobada, que el desagrado ante Lulú, la manera de mostrarlo, y la mala educación de algunos (a mi lado había un señor que tuvo las santas narices de esperar a que empezara el segundo acto para a los 3 minutos de comenzado levantarse con aspavientos y ruidosamente y abandonar el teatro) estaba orquestado desde hacía meses. El público del Real, aparte de frío, es extremadamente conservador en sus planteamientos, pequeño burgués a ratos, y muy maleable. Pero si no se fueron en algo tan duro como Makropulos, aguantaron como campeones la horripilante representación del Trionfo del tempo e del disengagno o tremendos bodrios como los de Martín y Soler, no hay razón, repito, salvo un orquestado interés por imponer un criterio, para que abandonaran y protestaran por esta ópera. Espero que la administración del Real no se deje intimidar y siga ofreciéndonos oportunidades como esta, porque yo, personalmente, de Aida o La Boheme estoy cansado.Agneta Eichenholz, soprano, hizo la parte principal, y si bien tiene problemas con el agudo, especialmente abierto, lo hizo estupendamente y cargó con todo el peso de una dificilísima representación, hasta recibir los más encendidos vitoreos del público. Me sorprendió, también, el lirismo y falta de peso de las voces que son necesarias para esta obra, más cercanas a Rossini o Donizetti que a otra cosa (Alfredo Kraus pudo cantar esta ópera sin duda alguna). Muy intensa Jennifer Larmore, mezzosoprano, en el papel de la Condesa, metida en el papel con intensidad y demostrando un nivel vocal de primerísimo nivel. No cabe decir lo mismo de la parte masculina, pues salvo el Dr. Schon, interpretado por Gerd Grochowski, el resto del elenco desmereció bastante, y hubo partes que simplemente no podían cantar.La producción, firmada a medias con el Covent Garden, estaba a cargo de Christof Loy, y la escenografia era de Herbert Murauer. ¿Qué quieres que te diga? A mí me gustó. Hay un problema, el Teatro Real no es un buen teatro, y como estés un poco lejos te pierdes todos los detalles. El minimalismo impuesto, apenas una pared de cristal y una silla, en tonos blancos y negros todo lo demás, hacía bien su función, porque cuando una obra es tan buena, no necesita mucho más. Pero era una producción pensada: recuerdo especialmente la escena del suicidio del Pintor, encerrado en un cuadro de luz; o muy especialmente la escena en la que Lulú obliga al Dr. Schon a escribir una carta de renuncia al compromiso para su prometida: ella dicta las palabras, él escribe, pero como no hay papel, ni lapiz, simplemente, con mímica y una vocalización exagerada, el Dr. Schon repite, inaudiblemente por supuesto, y una décima de segundo por detrás, una a una esas palabras. Emocionante. Y por supuesto la presencia del retrato de Lulú, guiño a Dorian Grey, en forma de haz de luz circular... Que los personajes finales, clientes de la Lulú prostituta, recuerden a sus diversos maridos y aparezcan incluso vestidos como aquellos en el momento de morir, me pareció de una gran inteligencia. Se le podrán achacar cosas, pero no que no fue una producción pensada, masticada, y discutida. Realmente a mí, que iba preparado para lo contrario, me gustó, y mucho.La orquesta del Real estuvo impecable, hacía tiempo que no la escuchaba con tal nivel de excelencia. El director, Eliahu Inbal, estuvo magnífico, dejó fluir el sonido, olvidó el metrónomo, y dio aire, vigor, a los músicos. Es curioso, las dos últimas veces que he estado en el Real la orquesta ha sonado bien, y ninguna de esas dos veces estaba López Cobos a la batuta. No sé si me explico, y por si acaso lo aclaro: López Cobos ha sido un buen director que en Real sólo ha vagueado y no ha hecho bien su trabajo, porque si la tropa no funciona cuando tú la diriges, pero suena a gloria cuando la dirigen otros, hay que mirar al general, y no a los chusqueros.

Es una de las ocasiones en las que más he disfrutado de una representación en el Teatro Real, y los aplausos finales fueron merecidos para todos los participantes en ella.

Palladio, 1508 - 1580, el Arquitecto, en el Caixaforum.

Esperaba con ansiedad esta exposición desde que se anunció hace unos meses, y debo decir que no me ha defraudado aunque tenga una serie de peros que ponerle. Se trata de una muestra realizada en colaboración con la Royal Academy of Arts, de Londres y el Centro Internazionale di Studi di Archittetura Andrea Palladio, de Vicenza, así como la participación del Royal Institute of British Architects, también de la capital del Reino Unido. No es extraña la presencia inglesa en esta magna exposición, pues a ellos les debemos en gran medida el redescubrimiento de Palladio a partir del Siglo XIX.Palladio es uno de los grandes arquitectos de la historia, y posiblemente de los más influyentes en el devenir de la arquitectura moderna y contemporánea. No sólo realiza algunos de los edificios más importantes de nuestra civilización, sino que su forma de trabajar, de pensar, de idear la arquitectura y el espacio es uno de los más prolijos e intelectualizados que existen. Durante un tiempo fue eclipsado por otros de los grandes nombres del manierismo y el barroco, pero a partir del Siglo XVIII los estudios y la admiración por su obra lo han colocado en su justo lugar. No es este el sitio para hacer una biografía de Palladio, ahí están wikipedia y tantas y tantas páginas, pero no podemos olvidar algunas de sus grandes obras, con las que intento ilustrar esta entrada: La Villa Rotonda, para mí uno de los ejemplos más significativos del ideal arquitectónico, la Villa Barbaro, el Teatro Olímpico, el Palazzo Chiericati, o la Iglesia del Redentor (en Venecia). Vicenza, el norte de Italia, tiene firma palladiana, y su labor como proyectista se verá después reflejada en ilustres autores como Juan de Villanueva, Sir John Soane, y muchos otros.
La exposición es excepcional en el material, decenas de planos debidos a la mano de Palladio, textos, libros y maquetas. A lo largo de este material, extenuante, el espectador puede hacerse una idea clara de quién fue y qué hizo este grandísimo arquitecto, y sobre todo entender su lugar y proyección en la historia de la arquitectura. Humanismo, creación, vertebración del hombre en el espacio, la forja de un lenguaje nuevo que reverencia el pasado sin renunciar a la rabiosa modernidad... Eso es, para mí, muy a grandes rasgos, Palladio, y eso queda muy claro en la exposición.¿Cual es el problema? El enorme caudal de información. En una hora, mi acompañante y yo habíamos recorrida apenas tres de las salas, pues interesados en leer y comprender hasta el último detalle, era imposible hacerlo más aprisa, y finalmente estábamos agotados, e hizo falta una segunda visita para poder contemplar la muestra en su totalidad. La presencia de las maquetas, y el hilo conductor, cronológico, tipológico, técnico, histórico, ayudan a la visita, pero hace falta una más nutrida y, sobre todo, ágil presencia de imágenes fotográficas. No es que no estén, pues se proyectas contínuamente sobre enormes paneles, pero les falta inmediatez, y frenan el avance del espectador, o lo cansan, pues no es normal estar viendo la Villa Rotonda en plano y maqueta y tener que esperar diez minutos para que parezca proyectada en la pantalla. Exceso de información (prácticamente ya sabes de dónde viene y a dónde va Palladio en la primera sala) y carencia de referentes visuales actuales hacen de la exposición una experiencia agotadora. Quizás algo menos extenso, exahustivo y prolijo ayudara más a disfrutar plenamente de tan excelente autor.Aún así, es una de las exposición de la temporada en Madrid, y si tienes oportunidad, no debes perdértela. Hasta el 17 de enero.