La colección Otra vuelta de tuerca de Anagrama presenta una reedición de la primera novela de Denis Johnson, hoy, 27 años después, un afianzado valor de las letras norteamericanas. Me lo regaló un amigo invisible que ahora es visible, y fue una gran elección. Me gusta la literatura americana de los últimos cincuenta años, la que nace tomando como modelo a Kerouac para retorcerlo y desesperarse, y llega a la de Bukowsky, Auster o Roth. Johnson pertenece a esa familia.Bill Houston y Jamie, dos personas derrotadas aún antes de saber que tenían que luchar. Vidas extremas, estúpidas, en el fondo, de personas que no tienen nada en la vida sino esperanzas y poco coraje o poca fuerza o pocas oportunidades para salir adelante. Se dejan llevar entre droga, alcohol -los grandes totems de la cultura americana- y un irresistible afán por salir hacia adelante sin controlar ninguno de sus pasos, rodeados de personajes igual de acabados y sin sentido, que se mueven sinuosamente en paisajes feos, grises, fríos o extremadamente calurosos. Que lo tienen todo en contra. Unen sus vidas en medio de su huída a ninguna parte, y todas sus decisiones se tornan un desastre. Bill como protagonista de un atraco desastroso que lo lleva a las puertas de la cámara de gas, traicionado por sus hermanos, olvidado por el mundo, incluso por sí mismo. Jaime vilipendiada, violada, adicta a todo, que cae en el oscuro pozo de la enfermedad mental y los psiquiátricos malolientes del estado. Sólo la mentira, al final, parece redimirlos.Ha sido una lectura difícil para un fin de año tan raro para mí como el mismo año que termina. Me costó arrancar, y las diez primeras páginas las leí pesadamente y con dificultad, pero de pronto se obró el milagro, y la escritura valiente y directa de Johnson me hizo continuar con fruición hasta terminar el libro en apenas dos noches de lectura intensa, donde sólo el cansancio pudo interrumpirla. No hay concesiones ni esperanza, algo tan típico de los escritores norteamericanos de este calibre, de los padres del posterior, y para mí menos exitante, realismo sucio, algo más Generación X de lo que debería. Debería ser imposible, desde el calor de mi hogar y mi vida pequeña y burguesa, sentirse identificado con los personajes, pero ahí están, puedes ser tú mismo, en otra lucha, en otro camino, en otra historia. Pero puedes ser simplemente tú. La vida a veces tiene un rostro amargo e insensato, y no te permite huir hagas lo que hagas. Desear no es poder, y querer ni siquiera es una insinuación de posibilidad. Si este libro cae en tus manos, no dejes de leerlo, pero pasa de puntillas por el prólogo de Manuel Gutiérrez Aragón, que no aporta nada.
Continúa la temporada del Real, y continúa para mí brillantemente, con una de las sensaciones del año, que era la esperadísima Jenufa que se ha desarrollado entre el 4 y el 22 de diciembre. Me instaba Miguel, en un comentario a mi entrada sobre Cecilia Bartoli, a escribir algo sobre esta ópera, y me descubría porque realmente me estaba costando escribir esta entrada dados las dudas intelectuales que a mí mismo me surgían cuando pensaba en ello. El problema, para mí, es Janacek. Ahora está de moda en Europa, como bien dice alguien a quien quiero y respeto mucho en todos los planos, pero también en el intelectual, y como está de moda, se hace en todos lados y parece que tiene que gustar. Jenufa no es una mala ópera, cuidado, aunque como siempre los argumentos de Janacek me resultan tremendamente oscuros y complicados, no como El caso Makrópulos, pero es de todo menos gratificante. En este caso, con infanticidio incluído.
Pero Leos Janacek, para mí, tiene un problema: nunca sé, musicalmente, a dónde quiere ir, y cuando pongo sus óperas una detrás de la otra no entiendo cuál es su discurso estético. Me parecen todas demasiado diferentes, muy poco personalizadas, y sin un rumbo coherente. Ahí está, ya lo he dicho. El magnífico montaje de Lulu con el que se inició la temporada cosechó el desprecio, estoy seguro de que orquestado, de gran parte del público, y la pregunta sigue siendo ¿y por qué Janacek no?. Quizás es eso: la moda. Con Berg yo sí tengo esa sensación de saber de dónde viene y a dónde quiere ir, con Janacek todo me parece mucho más casual, más causal, y a veces aburrido. Jenufa es una buena ópera, muy lírica, y complicada para los personajes, con un argumento, ya lo he dicho, oscuro y a ratos endiablado. Una joven despreciada por el amante que la he dejado embarazada, desfigurada por el quien la ama de verdad, y con una madrastra tremenda que no duda en asesinar al niño del pecado para salvar la honra de su proahijada. Todo bastante duro y difícil. La orquesta es una de las grandes protagonistas, con un volumen pastoso y cruento a ratos, y las voces están especialmente cuidadas en todo el proceso.
El montaje, en coproducción con la Scala de Milán, basada al parecer en el montaje original del Chatelet de París, es bastante interesante, por su sencillez, y por sus momentos estéticos francamente impactante, como cuando la cuna del niño empieza a ser azotada por la nueve mientras que su abuelastra reflexiona sobre la necesidad de matarlo. Algo más absurdo me pareció, por lo complicado y lo extrevagante, la presencia de las aspas del molino, pues la acción pudo haber funcionado perfectamente sin que aparecieran, pero parece que tratándose de Janacek siempre tiene que haber algo espectacular sobre la escena (en Makrópulos fue la gigantesca esfigie de King Kong). La firma Stephane Braunschweig, con Thibault Vancraenenbroeck como figurinista, y qué gran trabajo hizo este último, con un vestuario tan parco como efectivo y potente. Un escenario enmarcado por enormes tabiques amaderados, de los que a veces simbólicament surgía un hueco de un potente color rojo (en forma de cruz durante todo el tercer acto), que se movían para adecuarse a cada momento de la acción, y un uso admirable de la iluminación, eran la base de todo el proceso, que nos recordaba a veces la tortuosa atmósfera en la que se movían los protagonistas, a veces la esperanza, y otras simplemente, la tristeza. No se puede negar que todos los implicados en el montaje lo habían pensado, y además mucho.
La Orquesta titular del Real estuvo bien dirigida por Ivor Bolton, pero son grandes momentos, creo que Bolton es un director de oficio, pero no una de esas grandes batutas, aunque defendió el puesto con dignidad y logró que los problemas habituales de la orquesta con el joven director titular del Teatro no aparecieran. Silbo mirando para otro lado (el tema López Cobos ya me cansa). También anduvo bien el coro del Real, dirigido aquí por Peter Burian, acompasado y conjuntado, que es lo mínimo que puede pedirse a un coro, aunque a veces no pasa.Un reparto interesantísimo en el que, por primera vez en tiempos, todo el mundo estuvo bien. Yo vi el primer reparto, porque por esas fechas apenas pude permitirme el lujo de llegar a la función que había comprado, se me hacía imposible ir al segundo reparto, aunque quien lo vio dice que la inmesa Ana Silja, como la Madrastra de Jenufa (me niego a escribir Kostenilnosequé, que se me esguinzan los dedos) demostró que quien tuvo retuvo y aunque cantar ya canta poco, hizo las delicias del público. En mi caso, la titular para ese papel, que es la verdadera protagonista de la obra, para qué nos vamos a engañar, fue otra de las grandes voces del pasado, Deborah Polaski, que evidentemente, dada su edad, ya no tiene la voz de antaño, ni nadie lo espera, pero en este personaje supo brillar con luz propia. Estuvo espectacular, si bien en las zonas agudas ya evidentemente chilla más que canta, y hay pasajes que se le resisten, su fuerza escénica y su caudal de recursos técnicos bastan para sacar adelante el personaje con sobresaliente. En sus grandes monólogos (me niego a llamarlos arias) la tensión subía varios enteros, y especialmente cuando decide asesinar al hijo de Jenufa a mí se me pusieron los pelos de punta. Alta, espigada, con unas manos de una fuerza expresiva sin límites, y unos ojos poderosísimos, había que ver lo que este animal escénico era capaz de regalarnos.En la parte masculina estuvieron muy bien Miroslav Dvorský como Laca, con una voz no especialmente poderosa pero sí con un elegantísimo fraseo, y francamente muy bien Nikolai Sukoff como Steva, cuya comprensión escénica del personaje me pareció perfectamente trazado. Mette Ejsing como la Abuela Buryja es una gran cantante que cumplió más que satisfactoriamente con su cometido en un papelito minúsculo.Quiero dedicar unas líneas a una debutante en el Real, la soprano catalana Marta Matheu, que como mujer del Alcalde demostró que es uno de los grandes valores actuales de la lírica española. El papel no daba para mucho, pero su voz, desde que yo la escuché hace un par de años, se ha ensanchado y tomado cuerpo, y corría por el Real con el color y la potencia que uno espera de una gran cantante. Atención a la Matheu, que además es una chica adorable y divertida, y por la que sé que el elenco estuvo muy unido y animado durante todas las funciones, lo que ayudó a la magia de cada noche. Especialmente la del 22 creo que fue memorable. Esta soprano está llamada a grandes papeles. Y algunos dirán que como es amiga mía, aunque amiga es una palabra excesiva pero nos conocemos y tenemos respeto y cariño mutuo, por eso hablo así, pero no, puedo asegurarte que si pensara otra cosa pasaría de puntillas por ella.No voy a detenerme en todos los personajes, aunque también quiero recordar a la jovencísima Marta Ubieta como Karolka a la que también auguro un gran futuro en la ópera.Por último, la titular de la ópera, Amanda Roocroft, como Jenufa, un papel un poco pavisoso pero muy difícil desde el punto de vista musical, algo menos intenso escénicamente desde mi punto de vista. La soprano estuvo simplemente perfecta, lo tiene todo: línea de canto, elegancia, sentido del estilo, técnica, potencia adecuada, elegancia. Si el papel fuera algo más lucido habría sido un triunfo aún más clamoroso del que fue. Es otra de esas jóvenes y grandes voces que nos dicen que los que cacareamos por la crisis de las voces estamos algo sordos, o algo influídos por el pasado.Una noche de éxito y para disfrutar de un compositor que aún no ha logrado llenarme del todo, pero que sí merece, por esta obra, un lugar singular en la historia de la ópera.
Hubo una generación de olímpicos en la ópera, que se inició hace muchas décadas y se cerró, unos dicen que en los 80, y otros son aún más pesimistas. Hoy, en el mundo del canto, hay grandes y maravillosos cantantes, pero ese círculo de gloriosos parecía acabado. Pero han aparecido nombres, cantantes, que tienen por derecho propio un lugar en ese Olimpo, por ser grandes cantantes, grandes músicos, y regalarnos tardes como la que hace unas pocas semanas pude vivir en Madrid. Juan Diego Flórez, Ian Bostridge, y Cecilia Bartoli, por sólo citar algunos. Les une la inteligencia al cantar, el hacer una carrera coherente y bien dirigida, y el placer por el canto bien hecho.Cecilia Bartoli es una grandísima cantante, y un músico excepcional. Hacía tiempo que yo no disfrutaba tanto en un teatro, y el muy frío público del Real jamás había reaccionado de una manera tan efervescente desde que yo lo visito asiduamente. Un repertorio ideal, una puesta en escena de locura, esta mezzo chiflada, porque está como una cabra, vino a divertirse y a divertirnos. Il giardino armonico, la orquesta que la acompañaba, era perfecta para la ocasión, pequeña, sin un exceso de volumen, tocando con gran virtuosismo, supo acompañar a Bartoli en su empeño de deleitarnos. El bailarín... perdón, director Giovanni Antonini estuvo a la altura de las circunstancias.Muchos dicen que a Cecilia Bartoli no se le oye. Tontos hay en todos lados. El problema es que un día se dice algo que puede no ser correcto, o ser causado por una circunstancia determinada, y eso rápidamente toma carta de naturaleza y a todos, sobre todo a los más bobos, les encanta repetirlo. Yo estaba sentado en el quinto piso del Real, tras de mí sólo había un pequeño puñado de filas, y a la mezzo se la escuchaba perfectamente (a esa altura incluso Birgit Nilsson podría tener problemas de volumen).La primera cualidad que se suele decir de Bartoli es su agilidad vertiginosa. La tiene, es capaz de dejar a Joan Sutherland en paños menores. Una coloratura limpia y rápida, tremebunda incluso. Muchas de las arias escogidas dieron buena cuenta de su capacidad. ¿Por qué? Porque se trataba de un recital dedicado a la escuela de los Castrati, que existían maryoritariamente por y para eso. Muchas de las piezas que escuchamos eran auténticos fuegos artificiales, a veces de gusto dudoso, pero que cobraban vida en la voz de Bartoli con excelencia. Trinos, escalas rápidas, adornos... Una coloratura excepcional que nos hacía vibrar en el asiento.Pero no todo era algo así. Dado que podía habernos dado un síncope a todos si el concierto no hubiera sido sino una solución sin fin de coloraturas, Bartoli supo incluir en el repertorio cantado piezas que le permitían hacernos llegar otras grandes cualidades de su voz: lamentos canoros tristes, de tempo infinitamente lento, con grandes estructuras de notas que parecían perderse en el tiempo, nos dejaron una verdadera huella emocional: no sólo es la cantante del artificio, Cecilia Bartoli sabe cantar y sabe expresar hasta el último matiz emocional incluso con estrofas tan sencillas e insulsas como Soy ese buen pastor que ama tanto a su rebaño que él mismo se ofrece para su salvación. Conozco a cada uno de mis queridos corderos y ellos reconocen a su cariñoso pastor; de la ópera de Antonio Caldara La morte d'Abel. Algo tan tonto, tan anodino, se convirtió en uno de los grandes momentos de la noche, pues Bartoli supo emitir con claridad el cómo y el por qué, desafiando a la naturaleza con un fiato inconmensurable y un fraseo inmaculado. En el recital un único momento con problemas de afinación, cuando se iba muy hacia arriba, que parece ser su talón de Aquiles, pero en general el tono también está perfectamente conseguido.Lo tiene todo: agilidad, inteligencia, fiato, fraseo, una emisión sobrenatural... Fue lo que más me sorprendió de la noche: cómo esa mujer, con su voz, pequeña de volumen, era capaz de mantener el mismo de forma constante, de manera que ya fuera en forte, en piano, en media voz, haciendo una coloratura infernal, con la pieza más circunspecta e intimista, el sonido te llegaba exactamente en el mismo grado de decibelios, sin intermitencias ni dudas, una emisión perfecta que permitía escucharla en todo momento y que se proyectaba igual en todo el amplio teatro, donde la voz corría perfectamente. Algo así, en los últimos tiempos, sólo lo he visto con Juan Diago Flórez, y aún él tiene una emisión más focalizada, de manera que cuando gira la cabeza o el cuerpo el hilo de sonido te llega con variaciones. Esto no le sucede a la Bartoli, y además esa noche no había ninguna técnica artificial apoyándola (si la hubiera habido, el sonido habría sido muy distinto). Con el repertorio adecuado, con la orquesta adecuada, Bartoli escala todos los impedimentos del espacio. Alfredo Kraus, doy fe, no tenía una voz más voluminosa, en absoluto. Que el sonido llegue de una forma tan limpia y clara, sin desfallecer, que no hubiera ni un momento en el que la emisión se rompiera, es algo que demuestra el gran talento, la gran calidad técnica de quien nos está cantando.¿Trampea? Sí. ¿A veces entuba? También. Incluso hubo un momento en el que me pareció que engolaba. Pero al final, el placer era tan grande, el cúmulo de sensaciones tan maravilloso, que la respuesta es ¿y qué demonios importa? ¿Acaso Plácido Domingo no trampea? ¿Acaso no entuba? ¿Acaso no baja tonos en todo lo que canta? A Bartoli, yo creo, la critican los tontos porque ni quiere cantar Puccini, ni falta que le hace, ni se lanza a un repertorio manido y aburrido, ni se rinde, ni deja de vender discos, ni dejan de aclamarla. Es una estrella, y nos lo demostró. Con los bises llegó Haendel, y aquí Bartoli quiso decirnos ¡Eh! que con la música de calidad demostrada también puedo, y vaya si pudo.El detalle de la noche, lo que demuestra lo chiflada que está y que ya ha decidido divertirse cada vez que sale a escena, estuvo en la vestimenta. Aparecio vestida de hombre, como hubiera ido un castrato de la época, y poco a poco se fue quitando, en cada salida de escena, una pieza del traje: el sombrero, la capa, la chaqueta, el chaleco... Pero las dos últimas arias eran para mezzo, personajes femeninos, con lo que hubo un cambio radical y apareció con un exhuberante vestido barroco. Y finalmente con un tocado de plumas que dividió en pedazos y lanzó al aire. El público se divirtió y braveo cada una de estas ocurrencias. ¡Ojo! ni siquiera eso era casual, porque parece que esas salidas a escena fuera de lugar, esas locuras con su traje, etc., era el comportamiento habitual de las estrellas del canto del periodo que Bartoli estaba consagrando. Claro que seguro que habrá quien no lo entienda. Cuando me fui del teatro, porque llegaba tarde a una cita, la cantante había tenido que salir a saludar ¡7 veces! y creo que aún hubo algunas más en mi ausencia.Hazme caso, si tienes la oportunidad, vete a escuchar a esta magnífica cantante. A la mierda las plañideras, los enterados (que no entendidos) y el bobo oficial. No se dan cuenta de lo que tienen delante y que además Cecilia Bartoli nos está regalando un repertorio inusual y bellísimo que de otra manera moriría entre el polvo de olvidadas bibliotecas. Un vídeo para no perder la costumbre: