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martes, 30 de abril de 2019

“Los Rostros del Hombre” o cómo perdí la cabeza y me sentí artista por un instante. Sobre la exposición "Somos o no somos"

“Un soneto me manda hacer Violante, 
que en mi vida me he visto en tanto aprieto; 
catorce versos dicen que es soneto, 
burla burlando van los tres delante (…)

Lope de Vega


Cuando Omar me propuso formar parte de la exposición “Somos o no somos” se me plantearon muchas dudas desde el primer instante, pero no fueron lo suficientemente intensas para responderle que no. Se me ocurrieron dos o tres ideas, aunque al final la escogida se me dibujó en la mente en unos segundos, y lo tuve claro. Un mosaico de retratos en primerísimo plano de diversas personas, sin demasiado orden ni concierto, entre los que habría una pequeña broma gamberra. 
        Participarían, y participaron, en la exposición Sara Torres Sifón, Ricardo Recuero, J.R. Camacho, Marta Martínez, Elvira Rilova, Óscar García, y un servidor. Todos con un curriculum en el mundo del arte que daba vértigo, porque lo mío fue cosa de hace muchos años ya. ¿Dónde vas, chaval? me decían mis neuronas. Se trataba de que seis comisarios de exposiciones, ya fuera hace muchos años como yo, pero que jamás han hecho arte, se lanzaran, sin conocerse, a una exposición colectiva con un artista como comisario. Los papeles invertidos. 
Soy bastante torpe haciendo cualquier tipo de actividad manual que implique precisión. Si fuera carnicero, yo sería de los del tajo gordo, pero no de filetear. En mi infancia y juventud lo pasé bastante mal en clase con el asunto de los trabajos manuales. El ordenador fue para mí la panacea, pues los programas de diseño me permitían disfrazar lo que es una auténtica ineptitud técnica para cualquier tipo de arte. 
Nunca he querido ser artista, si acaso, como mucho, escritor. 
Con la idea clara, me resultó curioso que el discurso, la forma y el concepto surgieran poco a poco después. Por mi propia inoperancia manual, y mi falta total de formación en cualquiera de las Bellas Artes, como me gusta esa expresión decimonona, tenía que ser algo con más contenido conceptual que objetual. 
Yo convertido en un artista conceptual, con lo que he renegado del arte concepto.  Pero ahí estaba la primera gamberrada: el arte conceptual es para torpes. 
Decidí que las fotos debían ser automáticas. No tengo ni idea de técnicas fotográficas. A estas alturas no estoy para aprender y menos para hacer retratos. ¿Hay algo más difícil que el retrato? Me vi a mí mismo calculando el tiempo de exposición, la luz, y todo lo demás. Me parecía una auténtica desfachatez siquiera intentarlo. Así que tendrían que ser fotos muy primarias, casuales, en las que el aparato decidiera todo. De ahí a usar una cámara de fotos instantáneas Polaroid solo hubo un paso. Podía acceder a una, y generaba una agradable sensación de libro de viaje, de diario en forma de retratos, de instantes que se quisieron guardar más allá de la frontera digital. Era el medio perfecto. 
Entonces se me ocurrió el título. Hace años estuvieron muy de moda las exposiciones de ¨Las Edades del Hombre”. Fueron un hito expositivo. Pero poco a poco adquirieron cierta organización seriada, de franquicia, y empezaron los problemas. Acudí a un par de ediciones, una de ellas en Ponferrada, que dejaban mucho que desear. No en cuanto al entorno o las piezas escogidas, sino a la torpeza a la hora de presentarlas. Recuerdo cartelas en las que asomaba el pegamento “Imedio”, y no estaban muy regularmente cortadas; piezas sujetas con alambres o nylon mal anudado y una fina capa de polvo sobre las vitrinas. Un sinónimo de decrepitud, de trabajo mal hecho y de chapuza. Justo por eso se me ocurrió llamar a mi pieza “Los Rostros del Hombre”. Una idea que podía ser ambiciosa, o incluso interesante, pero se daba de bruces con la realidad: carezco de talento artístico. Así que todo iba a ser del estilo de los trabajos de pretecnología, que estudiábamos en EGB, y que tanto me hicieron sufrir. Papel cartón pluma DIN A3, fotos instantáneas en papel Zero Zink hechas con Polaroid, o al menos impresas en Polaroid. Mientras se ajustara al formato, deseché pronto la idea de hacer los 30 retratos con la cámara: es dificilísimo contar con 30 personas en un plazo de un par de semanas, así que finalmente no me importó hacer las fotos con el móvil y luego imprimirlas a través de la cámara instantánea. Y como ya Duchamp nos enseñó que no hace falta hacer el arte para crear el arte, a algunas personas que quería que estuvieran en el mosaico, pero con las que era imposible quedar, les pedí que se hicieran un retrato, a ser posible no selfie, y que me lo enviaran. También valía, me di cuenta, para lo que pretendía hacer. 
Cuando empecé a pensar en las personas que quería que formaran parte del mosaico, creí que lo hacía por sus rasgos o por su semblante. Me di cuenta enseguida de que aunque había algo de eso, la verdad es que quería que todos tuvieran una conexión emocional conmigo, de variada intensidad, pero que por alguna razón mi vida estuviera en contacto con ellos. No soy persona de grandes gestos amistosos, lo sé, pero si forjo una amistad, la mantengo aunque pasen años sin vernos o hablándonos más bien poco. Cuando hice fotos a personas por las que tengo alguna forma de rechazo, caí en la cuenta de que necesitaba sentir afecto genuino y positivo por todos los protagonistas de la pieza. 
Así pues, las obras de arte a veces tienen una razón de ser que uno mismo no descubre hasta que se pregunta “¿por qué estoy haciendo o sintiendo esto?
Siguiendo el aspecto “manualidad”, pensé en pegamentos industriales para adherir la foto al soporte, pero al final opté por las puntas adhesivas, ese método que usaban nuestros abuelos para poner las fotos a los álbumes, que antaño no eran autoadhesivos. Daba más aire de viaje y de memoria, mientras seguía jugando con los materiales pobres y baratos propios del alumno de primaria. 
No voy a negar que llamar a la obra “Los Rostros del Hombre” pero retratar indistintamente a hombres y mujeres formaba parte del juego. En la norma de la inclusividad, era un pequeño guiño, un juego ideológico que no necesito reflexionar ni razonar. Muchas de las mujeres a las que fotografié me decían “pero yo no soy un hombre”, y una de ellas me confesó que era curioso como ahora, cuando no se usaba el lenguaje “inclusivo”, tendía a sentirse excluida, algo que no le había pasado nunca. Surgió una línea de reflexión: ¿Las mujeres se sentían excluidas o les han enseñado a sentirse excluidas? Tengo muchas dudas con el lenguaje inclusivo, pero como es algo a lo que no doy la más mínima importancia en mi vida, tampoco he perdido mucho el tiempo con ello. 
Mi obra tenía por tanto otro elemento “gamberro”, nada transgresor, que era ser conceptualmente exclusiva pero objetualmente inclusiva. Pero aún no era un discurso intelectual. Ese llegó con el primer y único “no”. Estaba preparado para que algunas personas se negaran a salir en mi mosaico por pudor, por cautela o por lo que fuese. Pero no había contado con que alguien se negara por cuestiones ideológicas. Y salió. Una amiga se negó a participar indicando que no se sentía cómoda porque el nombre no era inclusivo y ella, que tiene que producir muchos textos, se empeñaba en hacerlos inclusivos sin caer en la inoperancia. No hubo discusión, puesto que el que no quisiera estar no iba a estar, no pensaba presionar ni insistir a nadie. Me llamó la atención, sin embargo, que se sintiera excluida por el título, pero no cuando yo le dije que “quería solo fotos de amigos”. Y cuando irónicamente se lo hice ver, me dejó claro que no se había sentido excluida por usar la palabra “amigos” en lugar de “amigos y amigas”.
De pronto la obra se llenó de discurso. No hay exclusión en la conversación informal de dos personas, usando el masculino como género neutro, pero sí la hay cuando lo usas en un contexto que va a ser público, y por tanto, exponerte. Reconozco que entonces la reflexión que me habían hecho acerca de sentirse excluidas “ahora” donde no lo habían sentido “antes” tenía mucho que ver con no sentirse excluida en un contexto doméstico o intrascendente, pero sí en un contexto público. Lo que unido a la idea del feminismo y los espacios tradicionales estaba liando una madeja demasiado divertida como para dejarla correr.
Entonces se me ocurrió otra lectura, otra forma de encarar el tema. ¿No puede el rostro de una mujer, o un rostro femenino, ser a la vez el rostro de un hombre, o mejor, uno de los rostros que puede poseer un hombre? No me hizo falta dedicarle demasiado esfuerzo. Me puse en los extremos. 
Una persona conservadora, que considere que todo eso del género son zarandajas, de las que dicen “no soy machista ni feminista”, ¿aceptará que una mujer pueda simbolizar el rostro de un hombre? La respuesta es tajante: Sí. Por supuesto. Si usamos los papeles tradicionales y rancios empleados para definir a la mujer como madre, como complemento o como perpetuadora de una estirpe, claro que una mujer puede ser una forma de los rostros del hombre; dado que para surgir el hombre necesita la concurrencia de una mujer en el sentido más biológico del término, que luego deriva en moral. Ideas tantas veces escuchadas, del tipo “respeta a las mujeres porque tu madre es mujer”; “el matrimonio solo puede definir el vinculo entre hombre y mujer que implica la fundación de una familia”; o una de mis favoritas, “un niño necesita un padre y una madre para poder desarrollarse”; se llenan aquí de sentido. Así que por el extremo de la derecha, un mosaico titulado “Los Rostros del Hombre” puede contar con retratos de mujer. 
En el caso del otro extremo, la izquierda, una persona convencida hasta sus últimas consecuencias de la llamada “ideología de género”, empapada del activismo LGTBI, en brazos de la última ola del feminismo, que no contabilizo porque ya he perdido la cuenta, aceptaría, promovería, aplaudiría e incluso obligaría a que entre “Los Rostros del Hombre” hubiera retratos de mujeres. El sexo pertenece a la “psique”, el género es “constructo”, hay hombres con cuerpo de mujer y mujeres con cuerpo de hombre. Se ha terminado la frontera entre géneros, algo en lo que estoy razonablemente de acuerdo. Así que no sólo un rostro femenino puede ser parte de “Los Rostros del Hombre” sino que puede ser el rostro de un hombre. 
¿Sucedería lo mismo al revés? En el papel, como idea abstracta, sí. Como realidad presentada ante la sociedad, sospecho que no. 
Así iba la obra, pues, con discurso intelectual, con discurso formal, incluso con transgresión conceptual y objetual. Esa idea inicial, volátil, epidérmica, de pronto adquiría forma y era “presentable”. La puntilla final al discurso “manualidad pretecnológica” lo iba a dar el enmarcado, total y absolutamente industrial y pret a porter
El proceso de crear comenzó a convertirse en algo serio, divertido, gratificante, vivificador, y absolutamente imprescindible para mí. En unos días especialmente estresantes por proyectos laborales, que al final se tornan también en vitales; hacer la obra de arte fue una válvula de escape, algo en lo que me sorprendía pensando en mis tiempos muertos, que desplazaba mi mente hacia algo diferente y agradable. Convencer a los amigos, difundir la exposición, pedir consejos, ir haciendo las fotos e imprimiéndolas, una a una, la compra de los materiales… Todo me produjo una gran sensación de realidad, y sobre todo, se hizo trascendente, pese a que me lo planteé desde el comienzo como un divertimento, y no pienso dedicarme jamás al arte. Obsesionado por no hacer un producto técnicamente deplorable: que estuviera, al menos, bien presentado. Me da igual que me digan que el concepto o la idea no son buenos. Lo que me negaba es a que el objeto estuviera mal acabado. 
Cada decisión, cada momento de la obra, ha sido al final objeto de reflexión. Más o menos rápida, pero de reflexión al fin. Nada ha sido casual. 
Usar cartón pluma de 5 mm. ¿blanco o negro? ¿autoadhesivo o mantener la idea de las puntas? Si las fotos van en color, el blanco era lo mejor para servir de soporte. Así que fue blanco. El autoadhesivo restaba a la idea una porción de originalidad, así que fueron, definitivamente, las puntas el procedimiento elegido para fijar las fotos al soporte. Tengo los suficientes conocimientos en conservación como para saber que la mejor forma de enmarcar una foto, o un conjunto de fotos, y también a causa del soporte en cartón, es necesario usar paspartú. Caso contrario, el papel entra en contacto con el cristal y al final la humedad condensada hacia el centro de la pieza iría arruinándola. Es para sonrojarse: estaba pensando en la obsolescencia, de una obra de arte menor hecha por un aficionado, como si tuviera que resistir cien años; porque ese proceso de condensación de humedad y deterioro de la obra desde el centro hacia el exterior es a largo plazo. Así que yo, ¡oh artista!, me preocupaba por la permanencia, por la conservación, por la posteridad. Esa idea que renació en el arte allá por el S. XIV., en Italia. 
No soy artista, pero hacer esa obra me estaba obligando a plantearme como pensaría un artista. Corrijo, como pensaría la imagen romántica que uno intuye que es un artista, y que en mi caso tiene que ver con un ideal anticuado. 
Lo siguiente fue elegir paspartú. De nuevo el color, y de nuevo se impuso el blanco. Pero ningún paspartú prefabricado tiene las dimensiones de hueco exactas que yo necesitaba. No tenía tiempo de un enmarcado profesional, además se alejaba de mi idea de arte barato y pret a porter, que exigía un enmarcado hágaselo usted mismo. Las empresas de enmarcación no cortan paspartús que no monten ellos, lo que me pareció, por cierto, absurdo. Así que allí estaba yo, con un paspartú prefabricado que entraba como un guante en el marco escogido, de aluminio dorado muy discreto, pero que no se adecuaba a las dimensiones de la pieza. 
Debo retrasar un momento la resolución de tal arduo problema, para hablar de cómo se dispusieron las fotos en el soporte. Por un cálculo equivocado tanto mío como de la amiga que me asesoró, en un formato DIN A3 pesamos que cabían 30 fotos de 5 x 7,6 cm., que es el tamaño de las fotos instantáneas. Lo que pasa es que hicimos el calculo en bruto, de manera geométrica, sin darnos cuenta de que yo planeaba dejar un espacio entre retrato y retrato. Así solo cabían 25. Pero ya había comprometido a 30 personas, y no podía quitar a nadie: me parecía traición. Otra vez vuelta a pensar. ¿Servirá? Una pequeña prueba, con una línea sobre un simple folio, dio la respuesta: ¡sí!. Además incluso quedaba mejor que la idea original. Lo que pasaba es que sobraban dos centímetros de soporte por el lado superior y otros dos por el inferior. Para que no quedara mal, se escondería con el paspartú. Con mucho miedo, trazando dos leves lineas en el cartón pluma con un lápiz, a dos centímetros de los bordes superior y e inferior, comenzó el pegado de las fotos. Fue lento, para que ninguna se torciera, para que todo estuviera regulado, para que las puntas no se montaran unas sobre otras y quedara irremediablemente mal. Pero salió. 
Debo añadir que el orden también fue motivo de reflexión. ¿Cómo ordenar las fotografías? Fue curioso, pero cada vez que elegía un criterio, me sentía más encorsetado e incómodo. Así que al final decidí que las fotos aparecieran en el mosaico en el orden estricto en el que las había hecho o recibido. Tenía sentido y forma. Además, pasaron cosas curiosas. Personas de la misma familia quedaron en eje vertical u horizontal, y la persona más anciana quedó entre los dos más jóvenes. Como una regresión del Omega hacia el Alfa, mi madre, anciana de 86 años, está junto a Jaime, un chaval de 18. Hay que fijarse en esas dos fotos y en esas dos expresiones. La fina ironía de la anciana, de vuelta de todo, que mira con sorna al objetivo. El muchacho que comienza a ser hombre, con tanta vida y tanto talento por delante, que mira a la cámara con vergüenza adolescente. Todo de forma casual, porque mi capacidad como retratista es inexistente. 
Llegó el momento de cortar el paspartú manualmente. Si con el pegado de las fotos ya sufrí, porque mis miedos de niño torpe en EGB se sucedieron uno tras otro, nadie puede imaginar el terror que supuso cortar el paspartú. Con escuadra, cartabón, recordando lo que me habían enseñado mis profesores de plástica, tracé el recuadro a cortar. Con dos gruesos cristales sirviendo de soporte y de guía para la cuchilla del cúter, adquirido en el chino de la esquina, realicé la operación. Intenté hacerlo con seguridad y sereno. Sorprendentemente para mí, no fue mal. No se arruinó el paspartú, no me corté un dedo, no rajé la mesa. Hay un pequeño, muy pequeño, fallo, pero lo arreglé limando el cartón y es casi imperceptible. Ahora que lo estoy contando, supongo que alguien lo encontrará. Limpié el cristal, el marco, y monté la pieza. Quedaba perfecta. La colgué en la pared. Pedí opiniones. Omar Jerez dijo sí. Julia Martínez dijo sí. Reconozco,  espero que Omar no se moleste, que confío plenamente en Julia: si me salía una porquería, iba a decírmelo, y yo le iba a agradecer la sinceridad. Omar es incapaz de hacer ese tipo de actos, le cuesta decirle a cualquiera, y más a un amigo “esa obra no vale ni para exponer en una guardería junto al mural hecho con macarrones”. Julia sí lo diría, por eso me sentí especialmente orgulloso cuando con gesto serio me dijo “ha quedado muy bien, bien escogidos todos los elementos” y, sobre todo, cuando remató con “¿sabes que siguiendo con esta idea podrías hacer una serie?”. 
Había obra. De aficionado, pero había obra. Y yo me sentía orgulloso.

Quiero contar que durante el proceso conocí a otra de las invitadas a exponer, Marta Martínez, y descubrí que estaba tan entusiasmada e inmersa en el proyecto como yo. Así que esto era contagioso. Y pude ver antes que nadie la obra de otro de los autores, Óscar García, privilegio que mi amistad con Omar y Julia y me pareció sinceramente buena. 

De todas las ideas que bullen en la mente artística de Omar Jerez, ciclotímica, caótica, a ratos paranoide, brutalmente creativa y sobre todo elevada y libre; ordenadas pacientemente por la ortodoxia necesaria de Julia Martínez; una de ellas estaba confirmándose. Por el mero hecho de no ser artistas, pero vivir o haber vivido por y para el arte desde muy diversas dimensiones, los participantes de “Somos o no somos” nos estábamos tomando el trabajo muy en serio, para que el resultado final fuera digno, estuviera bien acabado, fuera merecedor de ser exhibido. Quede claro que no me refiero a mi obra a la hora de hacer la siguiente afirmación: Va a haber más coherencia y respeto por el espectador en esta exposición que en algunas a las que he ido a lo largo de mi vida ejecutadas por artistas profesionales. 
         Vergüenza, sentido del ridículo, honestidad y sobre todo, amor por el arte.  

       He dejado para el final el motivo gamberro que fue origen de la obra. Entre todos los hombres y mujeres que aparecen en el mosaico, se iba a colar, con total intención, el retrato de Goloso, uno de los perros que conviven con mi esposo Gian Carlo y conmigo. Omar y Julia siempre describen a Goloso como el animal con más expresión humana que han visto. Otras personas lo habían dicho antes. Yo también lo pienso. Hay unas claves objetivas: sus orejas, que usa de un modo especialmente peculiar según su estado de ánimo; el pelo de adolescente alborotado; pero sobre todo los ojos, que ya a sus 8 años se han vuelto naranjas, pero que en su infancia eran totalmente amarillos. Esas dos llamas anaranjadas en ese rostro son capaces de expresar tanto o más que una persona. Si nos fijamos fuinciona, como uno más, retrato a retrato. Expresa, dice, habla. No trato de humanizar al animal, no es esa la intención de mi discurso; aunque habrá quien lo piense así y será igualmente válido. Sólo era un juego. Que el espectador vaya paseando por los retratos, uno a uno, y que en un momento exclame “¡un perro!”, y se pregunte qué hace allí, y busque una explicación, y lo relacione con el título, “Los Rostros del Hombre”, y tome una decisión. Que se divierta. No he humanizado al animal, porque no hay nada que me parezca más engreído, petulante y deshonesto por parte del ser humano. Si acaso me interesara ir por ahí, animalizaría al ser humano. Pero, lo prometo, no ha sido por eso. Sólo son un pequeño juego y una pequeña gamberrada, para cerrar a su vez el  enorme juego y la enorme gamberrada en los que Omar Jerez y Julia Martínez me zambulleron. 
Los Rostros del Hombre” es un mosaico de fotos instantáneas hechas en papel Zero Zink para Polaroid adheridas con puntas plásticas Hoffman a un soporte de cartón pluma DIN A3 de 5 mm. de grosor. Presentado en marco de aluminio dorado con cristal y paspartú de cartón, todo también marca Hoffman. El coste total ha sido de 105,5 €. Como Omar Jerez y Julia Martínez quieren que el asunto llegue hasta sus últimas consecuencias, había que ponerle un precio. Calculé el tiempo invertido en horas, decidí “pagármelas” alrededor de 5 € cada una, y para obtener un pequeño beneficio final, condición sine qua non impuesta por el comisario, está a la venta por 200 €. Hasta ahí me obligaron a pensar, y reconozco que no fue fácil. De hecho el precio inicial que pensé le pareció a todo el mundo tan ridículo que me vi a mí mismo regateando con Omar, Julia y mi esposo, Gian Carlo, alma del proyecto a quien necesito dedicárselo; porque ellos me proponían cifras astronómicas con las que no me sentía, en absoluto, cómodo. Es una cantidad de consenso, no la que me gustaría. 

Los retratados, a los que debo una inmensa gratitud, y que se lanzaron con entusiasmo a ayudarme, son los siguientes, por orden de aparición, leído de izquierda a derecha y de arriba a abajo. 

  1. Juan Carlos González del Valle Silva
  2. Jazmín Alejandra Ibarrola Luján
  3. Julieta Viñas Arjona
  4. Victor Méndez Álvarez
  5. Nacho Blas Alonso  
  6. Cecilia Gallego de Torres 
  7. Ramón Villahoz Castrillejo
  8. David López Hernando 
  9. Javier Pertíñez Moreno
  10. David Delgado Baudet
  11. Omar Jerez
  12. Julia Martínez
  13. Gian Carlo Paoli
  14. Goloso
  15. Eugenio A. García de Paredes Pérez
  16. Eduardo González García
  17. Mónica Gómez Panés
  18. Martín Sánchez Nuñez
  19. Rosalía González López
  20. Héber García Fernández
  21. Joaquín Carrasco Muñoz Rodríguez
  22. Paloma Escuriola Llorens
  23. Francisco Barbery Tortosa
  24. Jorge Luis Paoli
  25. Carmen Yi Dolores
  26. John Steven Duque Martínez
  27. Raquel Vallejo Porras
  28. Antonio Rosales Salvo
  29. Mency Pérez Fernández
  30. Jaime Sánchez Gallego


Son mis rostros del hombre, 10 mujeres, 19 hombres, 1 perro. Desde los 18 a los 86 años, cubren casi todas las décadas de una vida, salvo el intervalo de 71 a 80. Son amigos, familia, conocidos, pero importantes por razones que me callo. Están todos los escenarios de mi vida, están muchos de mis afectos, y casi todas mis dimensiones. 


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